Te llevo debajo de las uñas, en ese cielo gris de cada atardecer.
Por que me haces, y me deshaces sin decir una palabra. Es poco decir que sentí un tornado en mi pecho cuando hacía frío, y me diste tu abrigo para que me mantuviera viva todavía. Tu abrigo tenía un sabor único, agridulce, colorido. Se fue a colar en mis pulmones que parecían tocar un violín en ellos.
Mis labios se secaron un poco y las pestañas me batían a mil por hora. Tú estabas en aquel abrigo, en ese color azul que sabes bien que me gusta, me enloquece. ¿Cómo no diluírme aquel día, si me habrías dado una parte de ti? La voz se me hizo chiquita y en mi pecho no cabían los latidos tan grandes que daba.
La respiración como un diluvio y la garganta llena de pinceladas monocromáticas. Tu voz me sabía aquel día a un poema, esos que se leen en voz alta y se sienten hasta el cuello. Tan cálida, intrépida, arista y un poco cansada. Lo cual le hacía sentir humana, suicida, como el suspiro de una persona bajo la lluvia sin paraguas. Así de linda tu voz, así de lindo tú.
Como tú la sabes hacer.
Así.