Capítulo 50: Nueva York

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Una lágrima rodó por mi mejilla, una lágrima que no pude contener; tan pesada como mi dolor, tan profunda como mi agonía. El taxi se detuvo frente a mi casa, o al menos, la fachada azul ya desgastada que reconocí como tal. Le pagué y bajé para adentrarme a casa. Subí y me tumbé en mi cama, a plena luz del día a llorar.

Estaba enloqueciendo, me estaba volviendo una patética desquiciada. Llorar resultaba perfecto estando sola, sin preguntas, sin miradas; incluso la voz en mi cabeza guardaba silencio mientras las lágrimas seguían bajando por mis mejillas y mis sollozos se ahogaban contra la almohada. Y pensar que había perdido a la única familia que me quedaba, Sharon, por una estupidez mía, por un maldito error. En ese momento deseé fervientemente inventar una máquina que volviera el tiempo atrás, así, no iría jamás a Venecia, no hubiera conocido nunca a Michael, no estuviera amándolo con todas las ridículas fuerzas de mi corazón y no estuviera sola en todo el mundo.

Pero era suficiente, ya había llorado mucho y a causa suya. Ya no podía ser tan vulnerable a él, no debía. No cabía duda que todo en este mundo se paga, y a lo mejor era el pago a mi maldad. Lo que yo le había hecho a Sharon, ahora lo estaba sufriendo. Pero no más, no iba a dejar que aquello me tumbara, tenía que vivir con ello de ser posible, pero iba a seguir adelante. Adelante, sin nada más que mi frente en alto. Era una promesa.

Habían pasado tres días, y aunque me negara a aceptarlo y llevara puesta una armadura de fortaleza, mi corazón preguntaba por Michael. ¿Tres días y nada? Calum me había contado que, por supuesto, él le había preguntado a dónde había ido y cuando los hombros de Calum se encogieron ante la interrogativa, Michael salió disparado por la puerta, sin señal alguna de Kristen.

Pero ya no iba a pensar en ello, o al menos intentaría no hacerlo y no darle más importancia al asunto. Miré a través de la ventana del departamento y visualicé las grandes formas arquitectónicas de los edificios de Nueva York. Tenía pensado jamás volver, quedarme en algún lugar seguro hasta que el corazón sintiera de nuevo. Me preguntaba, ¿hasta cuándo sería libre?, ¿hasta qué punto resistiría él? Mi corazón palpitaba deseoso por sentir, por vivir, por amar; tenía miedo de no encontrar todo eso en alguien más. Andaría lejos, esperando no volver a atrás, no mirar profundamente su fotografía, negándome a todo aquello que aun sentía por él.
Si él apareciera, seguro mi corazón cantaría; pero mientras no lo haga y el tiempo pase; yo me haría más fuerte y evitaría derrumbarme en sentimientos vanos. Lo dejaría libre, para poder ser libre yo.
Los golpes en la puerta interrumpieron mi divagación.

- ¿Estás lista? – la voz de Calum era un poco reconfortable a todo mi dolor. Desvié la vista de la vitrina para mirarle y sonriéndole, asentí.

- Vamos.

Tomé mi abrigo y bajé junto con Calum hasta la recepción del hotel, para dirigirnos a la Avenida Madison, en donde volvía a darle vida a "Manuale prohibito" , hasta ahora había sido un éxito en Broderick, y  Blade lo había trasladado a Nueva York, en donde pidieron que la presentara. Estaba feliz, por supuesto, era el mundo reconociendo mi trabajo.  Cuando llegamos, Blade ya estaba allí y nos regaló una extensa sonrisa al vernos.

- Suban, suban, es en el cuarto piso –nos dijo, dándonos la mano.

Sin duda era un edificio algo grande, tenía cinco o seis pisos, no estaba muy segura; pero en Nueva York todos los edificios eran así.

- Vamos, faltan menos de treinta minutos –me instó Calum, empujándome por la espalda.

Al entrar al edificio el aire acondicionado me golpeó el rostro. Afuera ya era frío, ¿por qué no mantenerse cálido adentro? Últimamente así eran mis pensamientos, triviales y sin importancia. Calum y yo subimos por el ascensor hasta el piso cuatro.

- Ey, ¿cómo estás? – me preguntó, poco antes de que las puertas se abrieran.

- Perfectamente – contesté.

No es que fuera mentira, pero tampoco era completa realidad. Por supuesto, físicamente estaba de maravilla, emocionalmente...bueno, era preferible no hablar de ello. Me sentía estúpida, tonta, como si fuera la niña nerd de la que todos en el colegio se burlan.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, lo primero que vi, más allá de la gente, fue la vista a través de las grandes ventanas; los edificios y rascacielos se expandían gloriosos hacía el cielo por todo Nueva York.

-Vaya – exclamé y escuché la tenue sonrisita de Calum.

Luego otra cosa captó mi atención, era un espacio un poco más pequeño que el de la primera exposición, por lo tanto, las fotografías estaban más juntas, observándome. Quise borrar con una sacudida de cabeza el recuerdo que me vino a la mente al verlas, a fin de cuentas, volver a ver a Michael no había resultado tan bueno.

Los minutos trascurrieron rápidos y mientras veía gente ir y venir observando mis fotografías se hizo tedioso. No es que no me gustara la expresión de fascinación de la gente al verlas, pero quería exponer otra cosa, otras fotografías, algunas más recientes, algunas que no me dolieran y no hablaran en mi imaginación. Comencé a contar los segundos, no encontrando otra cosa qué hacer, y cuando le sonreía a la gente, empezaba otra vez desde cero. Así se me fue un buen rato.

De pronto, entre el murmullo de la gente, escuché algo ¿Música? Mi mente preguntó y giré completamente desorientada, ¿de dónde provenía? ¿Por qué se me hacía conocida? No era la única que lo oía, todos giraban sus cabezas y comenzaron a amontonarse en las ventanas.
El corazón se me paró al escuchar la voz.

Calum, que estaba también en el tumulto de gente me miró de prisa.

- Ven a ver – lo oí apenas decir y obligué a mis pies, de pronto, agarrotados músculos a moverse.

Como pude, me abrí paso torpemente entre la gente, porque a pesar de que mi razón iba siempre en desacuerdo con la cosa latente bajo mi pecho, esta vez sabía que era algo real, algo de lo que mi corazón no saldría lastimado después, y entonces obedecía perpleja. Cuando por fin logré llegar hasta la grande ventana, media atontada aún, apoyé las palmas de mis manos contra el cristal, haciendo que se humedeciera por el repentino sudor que desprendieron; posé mi vista en la azotea del edificio continúo y entonces lo vi.

En ese instante fue como si el corazón hubiera revivido o despertado de un letargo doloroso, haciéndome sentir más viva que nunca. Porque más allá de sus estruendosos latidos con nombre propio, sabía muy en el fondo que esta vez, como ya lo había aceptado mi razón, esta vez no iba a ver decepción alguna.

¿Pero qué estaba haciendo Michael? ¿Cantaba? ¿Me cantaba a mí?  Al menos me miraba, mientras seguía dándole libertad a la bella voz que poseía y se llevaba una mano al pecho.

Unas ganas de llorar me invadieron sin explicación, era como si me estuviera trayendo serenata a mitad del día. La gente que me apretujaba a mi alrededor comenzó a desaparecer, y me vi perdida en las capas de terciopelo de su voz; pegué la frente al vidrio, ¿es que su voz podría llegar a ser más hermosa? Si ya era inspiradora cuando salía de su garganta como palabras, ahora no tenía comparación.

Simulé una sonrisa.



Manual de lo prohibido [Michael Clifford]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora