CAPÍTULO CUATRO: LUNA LLENA. (Primera parte)

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-Déjame estar a tu lado -dice el padre Ernesto en un tono quejumbroso, suplicante.

Irene se sienta en la cama y el cabello negro le cuelga sobre los hombros en desorden, su silueta recortada contra la luz blanca que atraviesa la cortina. Los pezones de unos senos altivos y frutales se insinúan detrás de la tela delgada, casi transparente, de una camiseta raída que la joven usa para dormir.

-Ay, padre -dice ella pasándose la mano por la cabellera despeinada.

-Por favor.

-Usted me dijo que me olvidara de todo esto.

-Irene, por favor.

-Yo no quiero hacerle daño, padre.

-Te necesito.

-La vez pasada usted dejó de hablarme una semana.

-No puedo más.

-¿Y yo qué, padre?

-No me dejes así. ¿Usted cree que yo no tengo sentimientos?

-No te voy a volver a dejar.

-Eso lo dice ahora porque quiere estar conmigo. ¿Y después qué, padre?

-Seguimos juntos, te lo juro.

-Usted sufre, se arrepiente de haberme querido, me trata como si yo fuera el mismísimo demonio. ¿Y en dónde quedan mis sentimientos, padre?

-Eso no va a volver a pasar.

-Como si no lo conociera.

El padre Ernesto se sienta en la cama, agarra la mano de Irene entre las suyas y dice con firmeza:

-Yo te quiero.

-Y su vocación qué...

-Yo nunca he faltado a mi vocación.

-Usted me dijo la última vez que lo nuestro no podía ser porque su vocación era lo primero, lo más importante, lo fundamental en su vida.

-Y así es.

-Entonces en qué quedamos.

La voz del sacerdote se reblandece, se hace más aguda, se quiebra:

-Yo quisiera no tener cuerpo, Irene, no sentir, convertirme en un hombre de ladrillo o de cemento. Pero no puedo. Soy débil, no aguanto más, estoy desesperado.

Satanás - Mario MendozaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora