CAPÍTULO OCHO (Segunda parte)

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Con sus objetos personales empacados en dos maletas grandes y lustrosas, María observa el apartamento con detenimiento. Se siente despidiéndose de un pasado que la avergüenza y la deprime.

—Mañana empezaré una nueva vida —dice en voz alta acercándose al baño y mirándose en el espejo.

Camina hasta la cocina, descorcha una botella barata de vino tinto californiano y se bebe un par de tragos directamente, sin copa ni vaso de por medio. El alcohol le refresca la garganta y le produce un suave ardor en el estómago. Por un momento piensa en llamar a Pablo, pero descarta la idea diciéndose que no vale la pena, que él es parte de ese pasado del cual quiere alejarse, que es mejor dejar las cosas tal y como están. Dos tragos más la hacen sonreír y le dejan el cuerpo relajado, laxo, sin tensiones musculares. Mira por la ventana de la cocina y se queda inmóvil contemplando los automóviles que cruzan veloces por la avenida. El timbre del apartamento la hace pegar un salto y la deja asustada, nerviosa, con el corazón latiéndole en las sienes. Pone la botella sobre la 'estufa, muy cerca del lavaplatos, y abre la puerta con una mezcla de disgusto y curiosidad. Una muchacha de dieciocho o diecinueve años, de cabello liso hasta la mitad de la espalda, cejas arqueadas y ojos felinos, la contempla azorada sin saber muy bien qué decir.

—¿Sí? —pregunta María con algo de indiferencia en el tono de su voz.

—Hola, soy Sandra, tu vecina del 205.

—¿Qué tal?

—Qué pena molestarte. Creo que dejé las llaves adentro y quisiera pedirte permiso para pasar por tu terraza.

La expresión de la chica revela turbación y desconcierto. María siente de pronto una ráfaga de solidaridad y comprensión.

—Claro, sigue —y se hace a un lado para que la joven pueda entrar.

—Gracias.

Cierra la puerta y pregunta:

—¿Tienes abierto? Si no, te toca romper el vidrio.

—Yo sí creo. Casi siempre dejo sin seguro.

Salen a la terraza y Sandra, con agilidad sorprendente, trepa sobre un banco de madera que está atornillado sólidamente a los baldosines del piso, alcanza el borde del muro y hace fuerza con los brazos hasta lograr subir una pierna y quedar a caballo sobre la pared de ladrillo, con medio cuerpo de un lado y medio del otro. María sonríe al verla como si fuera un muchacho travieso, un pequeño diablillo revoltoso y alocado. Sandra le regresa la sonrisa y pregunta:

—¿Estás esperando a alguien?

—No.

—¿Tienes algo que hacer?

—Nada, ¿por qué?

—Ven y nos tomamos una cerveza.

—Tengo una botella de vino —dice María sin dejar de sonreír.

—Listo, doy la vuelta y te abro.

—Okey.

Unos minutos más tarde se encuentran en la entrada del apartamento de Sandra. María lleva la botella de vino en una mano y las llaves en la otra.

—Entra —dice la joven abriendo un brazo hacia el corredor.

—Gracias —responde María dando dos pasos y contemplando los cuadros, los muebles y la buena calidad de los tapetes que decoran la entrada y la sala-comedor. La puerta se cierra y Sandra le indica un sofá que colinda con la salida a la terraza.

Satanás - Mario MendozaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora