CAPÍTULO CUATRO (Tercera parte)

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María ve al hombre con la cabeza entre las manos, confundido, abrumado por el ruido de la discoteca, sin entender por qué se siente así, mareado, borracho. Es el dueño y gerente de una empresa de computadores, y se ha comportado con ella decentemente, sin sobrepasarse. Pero qué le vamos a hacer, piensa ella, trabajo es trabajo.

—Me sentó mal el whisky —dice el ejecutivo con la frente cubierta de sudor.

—Bebiste mucho —comenta ella con aburrimiento.

—Se me bajó la tensión y tengo taquicardia.

—Recuesta la cabeza sobre la mesa, de pronto es una sensación momentánea.

—Me siento muy mal.

—Ya vengo.

—¿Adónde vas?

—Al baño.

—Voy a ir al hospital, estoy asustado.

—Espera que regrese y llamamos desde el teléfono del bar.

—No te demores.

Como de costumbre, cumpliendo con rigor los pasos de una rutina que se lleva a cabo sin excepciones, María se acerca al rincón donde están los baños de la discoteca. Ahí está Pablo haciendo parte del grupo de jóvenes que están esperando para entrar al baño de hombres. Él se acerca a hablarle con las manos entre los bolsillos:

—¿Qué tal?

—Listo —dice ella asintiendo con la cabeza.

—¿No hubo problema?

—Está sintiéndose muy mal.

—¿Cómo así?

—Se le bajó la tensión y tiene taquicardia —dice ella en voz baja, cuidándose de no ser escuchada. —Debe ser algo pasajero.

—Quería llamar a un hospital.

—¿Para qué?

—Para que le enviaran una ambulancia, supongo.

—Qué exagerado. Estos ricos no pueden sentir un dolor de cabeza porque de una se ponen a llorar. ¿Tú qué le dijiste?

—Que me esperara y llamábamos juntos.

—Ya debe estar fuera de combate.

—Yo creo.

—Hablamos más tarde.

—Por la mañana.

—Qué te pasa.

—Creo que me va a dar gripa.

—Listo.

—Suerte con el tipo.

—Que duermas bien. Te llamamos por la mañana.

María sale a la calle y camina un par de cuadras hasta la avenida principal. Estira el brazo y un taxi se detiene junto a ella para recogerla. Abre la puerta trasera y se sienta con las rodillas unidas y el bolso sobre el regazo.

—Carrera Quince con Calle Setenta y Seis, por favor.

—Claro, muñeca —dice una voz amable y juvenil.

Cierra la puerta del taxi y observa por primera vez el aspecto del taxista. Es un hombre de unos veinticuatro años, vestido con unos jeans y una camiseta deportiva, que la observa de vez en cuando a través del espejo retrovisor. María se da cuenta de que el asiento del copiloto está inclinado hacia adelante, permitiéndole al pasajero estirar las piernas a su antojo.

Satanás - Mario MendozaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora