CAPÍTULO SEIS (Tercera parte)

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Andrés camina por los jardines de la Fundación para Enfermos de Sida. Un sol radiante atraviesa el follaje de unos sauces llorones e ilumina el césped de un patio interno donde algunos enfermos conversan con psicólogos, médicos y trabajadores sociales. Piensa en los fuertes celos que ha estado sintiendo desde que Angélica le comentó su conducta desordenada y promiscua. Unos celos absurdos, se dice Andrés sin dejar de caminar, no sólo porque los celos sean absurdos en sí mismos, sino porque en este caso son hacia el pasado, hacia atrás, hacia hechos irremediables que sucedieron cuando ella estaba sola y por fuera de la relación sentimental con él. Sin embargo, también lo atormenta pensar que esa manera de comportarse no se haya presentado sólo cuando la relación terminó, sino durante la relación misma. Recuerda llamadas extrañas a altas horas de la noche, amigos que aparecían sin avisar por la casa de ella para invitarla a salir un viernes o un sábado después de la comida, regalos (un reloj, un saco) a los cuales ella les restaba importancia diciendo que Fulano o Mengano eran para ella viejos compañeros de colegio, casi hermanos. ¿No se acostaba ya desde ese entonces con varios hombres? ¿No era su apariencia de jovencita casta y solitaria una máscara que escondía detrás una hembra entregada al sexo desenfrenado y lujurioso?

Andrés se detiene debajo de uno de los sauces y se sienta a esperar. Arranca pequeños trozos de pasto mientras sigue pensando abstraído y meditabundo. Una noche que estaban solos en la casa de ella, recuerda, sonó el timbre de la calle. Andrés ya se disponía a abrir la puerta cuando Angélica le dijo:

-No, no abras.

-Por qué.

-Espera. Miro primero a ver quién es.

Subió las escaleras y observó hacia la calle desde una de las ventanas del segundo piso. Luego bajó y dijo:

-Es Camilo, uno de mis amigos de colegio. No quiero hablar con él ahora.

-Pues dile que estás ocupada.

-No, es un pesado, dejemos que se vaya.

El timbre seguía sonando con insistencia, como si Camilo supiera que ella estaba dentro de la casa y no quería recibirlo. Andrés volvió a decir:

-Esto es ridículo. Por qué no sales y le dices que se vean mañana.

-No, deja que se canse y que se vaya.

-Si quieres salgo yo y le explico.

-No, no, deja así, ya se va a ir.

Finalmente el timbre dejó de sonar y todo volvió a la normalidad. Andrés se olvidó del asunto y no le dio mayor importancia. Pero ahora, revisando el pasado, la sospecha le carcome las entrañas y lo hace sufrir de una manera cruel y dolorosa. ¿Por qué había sido tan ingenuo? ¿Por qué no se había dado cuenta de que ella tenía actitudes y comportamientos típicos de una mitómana, de una mujer que miente aquí y allá (a veces sobre cuestiones nimias e insignificantes) hasta perderse en el laberinto de sus propias mentiras? ¿Por qué una persona enamorada no ve, no piensa con normalidad, no intuye y no recela aunque tenga las evidencias frente a sus narices? Y cuando lo hace ya es tarde, porque el mitómano ha tenido tiempo de recomponer la estructura de falacias y de hacer encajar las partes que habían quedado sueltas. Sí, cómo le molesta ahora imaginarse como el novio bueno y engañado, el lado limpio de la vida de Angélica, el joven estudioso y crédulo a quien timaban con facilidad, como si se tratara de un niño englobado y despistado. ¿No había sido Angélica siempre un lobo con piel de oveja?

Otro día ella contestó el teléfono y comenzó a hablar con monosílabos y frases evasivas. No pronunció el nombre de su interlocutor ni una sola vez y por eso Andrés no pudo adivinar con quién estaba conversando.

Satanás - Mario MendozaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora