CAPÍTULO NUEVE (Segunda parte)

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Andrés sale a caminar por el centro de la ciudad y, mientras deambula de calle en calle, no puede desprenderse de los cuadros de Gauguin que ha analizado en su taller. Los colores, la selva, los rasgos de los indígenas, sus ropajes y sus adornos magníficos. El viejo Gauguin, aburrido de la insensatez y la banalidad de la cultura occidental, maldiciendo de día y de noche en los confines de la Polinesia. Andrés lo imagina llegando a la isla con sus lienzos y sus pinturas como único equipaje, harto de la torpeza y la majadería europeas. A los pocos días se instaló en una cabaña en el distrito selvático de Mataeia, en Papeete, la capital de Tahití. Consiguió una amante de una de las tribus del lugar, una muchacha llamada Tehura, y empezó una nueva vida con la certeza de que tenía que inventar un mundo interior proporcional a la naturaleza que ahora lo rodeaba.

Andrés sigue deambulando sin rumbo fijo, y piensa que esa opción, la de largarse fuera de los límites conocidos, sigue siendo aún una posibilidad para renacer lejos de las coordenadas establecidas. ¿Escapismo? ¿Evasión? ¿Y qué? ¿Es que acaso fugarse de una cultura que a uno ya no le satisface, de una sociedad que uno desprecia y aborrece, es una actitud negativa y censurable? Recuerda que desde los primeros años de su adolescencia siempre se sintió distinto, separado de los demás por una forma de ser crítica e introspectiva. Más adelante la distancia con respecto a su generación crecería aún más y le impediría identificarse con los objetivos decretados por el sistema: dinero, estabilidad laboral, comodidad, matrimonio, hijos. La obsesión por la pintura lo había conducido a apartarse y a reflexionar sobre unos ideales estéticos que él mantenía intactos dentro de sí. Muy pronto se dio cuenta de que el único camino confiable era la radicalidad. Había visto que varios de sus compañeros habían ido negociando sus sueños a cambio de un sueldo o de una porción de reconocimiento, hasta tal punto que el día menos pensado habían vuelto el rostro y el pasado les había revelado una verdad irrefutable: se habían transformado en lo que más odiaban.

Andrés camina por la Carrera Séptima hacia el sur, atraviesa la entrada principal del teatro Jorge Eliécer Gaitán, la muchedumbre de caricaturistas y pintores callejeros a la altura de la Calle Veintiuno, la Plaza de las Nieves con sus comediantes, mimos, yerbateros, brujos y vendedores de ungüentos, y se detiene en la esquina de la Calle Diecinueve. Espera la luz verde en el semáforo peatonal, y sigue pensando: Siempre ha sido así. Unos individuos levantan unos muros, construyen una sociedad al interior de esas paredes que los protegen del afuera, y prohíben la comunicación con los territorios externos que para ellos representan lo ilícito y lo peligroso. El verdadero artista es aquel que va más allá de las murallas, es el aventurero que se atreve a indagar en la inmensidad de las estepas abiertas e inconmensurables, y que cambia, en consecuencia, sus gustos, sus conceptos, sus formas de amar y de desear. El problema es que semejante lucha es agotadora. Vivir en el límite y en la diferencia cansa, agobia y genera un aturdimiento que impide cualquier tipo de equilibrio espiritual. Yo ya no doy más. No quiero venderme pero tampoco convertirme en el héroe de la discrepancia y la marginalidad. Es cierto que a mi trabajo no le ha ido nada mal, pero ya no le veo sentido a labrarme un destino como pintor y como artista. ¿Para qué? Estoy harto. Además, muy posiblemente haya contraído la enfermedad en mi última relación con Angélica, y no quiero quedarme a dar el espectáculo del miserable que inspira lástima y compasión. Tal vez llegó el momento de marcharme lejos de todo esto. El camino de Gauguin permanece intacto.

La luz del semáforo cambia, los autos se detienen y los transeúntes atraviesan la Calle Diecinueve con movimientos apresurados, como si alguien los viniera persiguiendo. Andrés camina en línea recta por la Carrera Séptima, observa las vitrinas de los almacenes de ropa masculina, y en la Calle Diecisiete entra en el callejón de una librería y decide echar un vistazo entre los libros del establecimiento. Busca la sección de literatura colombiana y extrae del estante superior un volumen de Álvaro Mutis. Lo abre al azar y el texto que surge ante sus ojos parece escrito justo para él, como si el escritor conociera sus más recónditos estados de ánimo, como si esa página fuera en realidad un oráculo que le estuviera confirmando su más auténtico destino:

Satanás - Mario MendozaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora