Andrés coloca los óleos y los pinceles sobre la mesa, introduce La victoria de Wellington de Beethoven en el equipo de sonido y se arroja en uno de los sillones a contemplar, como de costumbre, las verdes montañas bogotanas. No puede pintar, no puede concentrarse en lo que está haciendo. La conversación con Angélica está ahí, latente, y no le permite reunir sus fuerzas para crear, para trabajar en la tela sin distracciones ni descuidos. Sabe por experiencia que el ejercicio del arte exige una atención extrema, exagerada, y que cualquier indisposición, por mínima que sea, bloquea, incomunica, interrumpe ese extraño diálogo entre el artista y sus zonas de conciencia más recónditas y oscuras. Y en este caso no se trata de un asunto superfluo, sino de la vida de la mujer que él más ha querido, de su destino trágico y fatal.
Lo primero que lo obsesionó al descender en el teleférico con Angélica a su lado, fue la escena misma con ella en Monserrate, su confesión dolorosa, su aspecto enfermo y trasnochado, su llanto enternecedor. Había algo curioso en el hecho de haberse puesto una cita justo en ese lugar, en la cúspide de una montaña, lejos de la ciudad, en una iglesia milagrosa construida entre la persistente niebla que le otorgaba al sitio un aura de misterio e irrealidad. Luego, ya en su taller, había evocado una y otra vez, con malsana insistencia, las palabras de ella aceptando sus múltiples relaciones sexuales con otros hombres: terminaba en la cama con el primero que me lo propusiera. Como estaba tomando pastillas anticonceptivas me daba lo mismo que el tipo usara condón o no. La mayoría de las veces estaba borracha o drogada. Llegué a estar con dos y tres hombres en un mismo día. ¿Cómo era posible que ella hubiera llegado a un estado tan lamentable? ¿No era él, acaso, el culpable de semejante degradación, la causa de tanta autodestrucción? La imaginaba en brazos de amantes impetuosos, solícita, diligente, entregada, y algo en su interior se retorcía, una parte de él rechazaba la idea de una Angélica prostituida y abyecta. Y finalmente reconoció lo peor de la situación, lo que le esperaba a ella en los meses por venir: la convivencia con la enfermedad, el deterioro moral y físico, la marginación, la tristeza de tener que despedirse de la vida entre dolencias infames y lastimosos estados de ánimo.
Andrés se levanta y abre una de las ventanas para que entre aire fresco. Se dice mentalmente: Lo importante es estar con ella, que sienta mi respaldo y mi afecto, que sepa que soy consciente de la responsabilidad que tengo en todo esto, que la sigo queriendo.
Se acerca al teléfono y marca el número de la casa de Angélica. Reconoce su voz al otro lado de la línea:
—¿Aló?
—Quihubo, con Andrés.
—Hola, ¿cómo estás?
—Llamaba a preguntar cómo te fue en los exámenes.
—Ya estoy en una fase avanzada.
—¿Eso qué significa?
—Voy a tomarme las drogas que me recetaron y tengo que llevar un régimen de alimentación especial.
—Y no trasnochar, no beber licor y esas cosas.
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Satanás - Mario Mendoza
Ficción GeneralSinopsis Una mujer hermosa e ingenua que roba con destreza a altos ejecutivos, un pintor habitado por fuerzas misteriosas, y un sacerdote que se enfrenta a un caso de posesión demoníaca en La Candelaria, el barrio colonial de Bogotá... historias qu...