CAPÍTULO DIEZ (Tercera parte)

8.1K 126 3
                                    

Mete la mano entre el saco, desenfunda el revólver cargado, lo pone frente al rostro de su madre y le dispara en la cabeza sin dudarlo, con el brazo firme. La anciana se desploma sin hacer ruido con un agujero en la parte alta de la frente, justo en el nacimiento de su cabellera plateada y llena de canas.

El veterano de Vietnam la envuelve en papel periódico, humedece las hojas con gasolina y le prende fuego ahí mismo, sobre las baldosas de la cocina. Su mente es una tormenta de pensamientos atropellados y contradictorios. La sensación de una libertad suprema choca inesperadamente con una culpa que crece en la medida en que van llegando a su memoria recuerdos y escenas de la infancia: su madre cuidándolo y atendiéndolo en los ataques de fiebre y de tos recurrente, su madre cocinándole galletas y postres que él devoraba con avidez después de las interminables jornadas escolares, su madre abrazándolo y besándolo a la salida de la iglesia el día de su primera comunión. Algo en su interior se desequilibra y se derrumba al contemplar el cadáver de la anciana incendiándose y quemándose como si se tratara de un ritual funerario iniciado por ciudadanos budistas en medio de las atrocidades de la jungla vietnamita. Es la imagen del fuego la que desencadena una corriente de imágenes de guerra que le quitan la respiración y lo hacen evocar crímenes y asesinatos ejecutados por él sin el más elemental asomo de piedad o misericordia. Piensa: El ángel exterminador, el guerrero que debe purificar al mundo de todos sus pecados. Debo cumplir con mi misión. No puedo fallar.

Las llamas se extienden a gran velocidad y devoran los muebles de la cocina y gran parte de los asientos y las mesas de madera del comedor. Revisa el tambor del revólver, abre la puerta y baja por las escaleras hasta el apartamento 301. Timbra y una joven de rostro agraciado y simpático lo saluda con camaradería.

—Hola vecino, qué se le ofrece.

La respuesta del soldado es un disparo en la cara. Otra muchacha viene desde el fondo preguntando qué diablos es lo que está ocurriendo allá afuera, en el corredor.

Campo Elías la recibe con un tiro en la frente. Luego se dirige al apartamento 302 y se tropieza cara a cara con una de las señoras de la administración del edificio.

—¿Qué es este escándalo?

—Así quería encontrármela —dice Campo Elías escondiendo el arma detrás de la pierna.

—Ah, es usted. Debí suponerlo.

—Le advertí que un día íbamos a arreglar cuentas, doña Beatriz.

—Si los demás residentes lo odian no es culpa mía. Se lo tiene bien merecido, señor, por antipático y grosero.

—Puta de mierda, arrodíllese.

Estira el brazo y le pone el revólver entre los ojos.

—Tranquilícese, por favor.

—Estoy tranquilo. ¡Arrodíllese!

—No me vaya a hacer nada —dice la señora Beatriz poniéndose de rodillas.

—A ver, levánteme la voz, insúlteme ahora si puede...

—No es para tanto, perdóneme...

—Todos son como usted, cobardes. Mire cómo le tiemblan las manos.

—Se lo ruego, discúlpeme...

—¿Quiere saber qué pasó allá arriba? Maté a mi madre y la quemé... Sus dos vecinas también están muertas.

—¡Dios mío!

—No creo que su Dios le sirva de mucho en este momento.

—No me vaya a disparar, ¡por lo que más quiera!

Satanás - Mario MendozaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora