7. La eternidad en un beso

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Por fortuna, Támesis había traído a mi hogar otro de sus caballos. Al parecer, su trabajo dejaba buenas ganancias, ya que con el mío, no hubiera sido capaz de costear siquiera uno. Mía y Desmond montaron al caballo más grande, mientras que yo cabalgaría solo en la yegua. Y así partimos al galope pasado el mediodía, aventurándonos fuera de Genesio. Nunca hubiera creído que el viaje fuese tan largo y tedioso. El sol arrasaba a quién se atreviera a estar bajo sus rayos, y los únicos objetivos éramos nosotros tres. Mía se había apoderado del puesto de líder en cuanto salimos, mientras que Desmond y yo no hacíamos otra cosa que hacer lo que decía, después de todo, era la más lista de nosotros.

‒ Según el pergamino – comenzó Mía en el momento en que los caballos estuvieron muy cansados para seguir – el lago Minyatur se encuentra al este del reino, quizá, si seguimos a este ritmo, podríamos llegar en un día, tal vez dos.

‒ Genial, solo debemos cabalgar sin cesar bajo el sol por horas y horas, y quizá, solo quizá, lleguemos a donde debemos ir ¿Qué hay de malo en eso? – bromeo Desmond.

Quise reír, pero al ver a Mía voltearse de pronto con la expresión tan poco amigable como la que llevaba, no era la mejor opción, así que contuve la risa y seguí escuchándola. Luego de que los caballos pastaran por un tiempo y bebieran el agua de un arroyo cercano, montamos de nuevo en ellos y reanudamos nuestra marcha.

Al caer la noche, luego de la puesta del sol, todos coincidimos en que no teníamos sueño, y era innecesario detenernos para dormir, aunque si nos detuvimos para comer un poco. No había notado lo hambriento que estaba debido a todo lo que sucedió, hasta que la comida tocó mi boca. No había comido nada ese día, salvo aquella fruta en la mañana, así que disfrute cada bocado que daba. Luego de acabar, mi cuerpo tenía más energía que antes, y decidimos que lo mejor era continuar cabalgando a un paso más lento, para llegar lo antes posible y que los caballos no estuvieran cansados. Y así fue como poco después del alba matutino del segundo día llegamos a nuestro destino.

No podía creer lo que estaba observando. El lago era increíble en todos los sentidos que existen. La arena que bordeaba la orilla parecía estar echa de pequeños diamantes que brillaban bajo los rayos del sol. Mientras que el agua, la más cristalina que hubiese visto jamás, dejaba al descubierto lo más profundo del lago, donde cualquiera podía observar toda clase de peces existente en el mundo.

Todo allí era mágico, de seguro no debía existir un lugar más perfecto que aquel, salvo por una gran sombra oscura en el medio del lago, cada vez más visible a medida que me acercaba a la orilla. No conocía su origen, parecía que alguien hubiese arrancado una parte de otro lago y la hubiese puesto allí. Antes hubiese dicho que era imposible, pero con todo lo que me había sucedido últimamente, comenzaba a creer que esa sería la explicación más lógica.

‒ Déjame adivinar, debemos ir hacia allí ¿No es cierto? – pregunté desmontando y señalando hacia la gran masa de agua oscura.

‒ Si – contestó Mía imitándome – las sirenas son de las criaturas más pacificas que existen entre ellas, pero también de las más peligrosas si de humanos se trata, si las molestan, comenzaran a cantar. Oigan sus cantos y estarán perdidos.

Al oír la advertencia de Mía, un escalofrió recorrió mi cuerpo por completo. Esto iba a ser más difícil de lo que había pensado.

‒ Entonces... ¿Debemos sumergirnos y aguantar la respiración esperando que ignoren que somos humanos? – bromeó Desmond mientras conducía nuestros caballos hacia la orilla para saciar su sed, al igual que lo hicimos nosotros.

‒ Por supuesto que no – respondió Mía en un notable tono punzante – necesitamos un hechizo que nos permita respirar bajo el agua y parecernos a ellas. Por suerte para ustedes, he venido preparada para esto.

Aro - El Alma del Príncipe AdriánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora