Capitulo 1

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Era un hermoso día, iluminado por la tenue luz del sol e inundado por los trinos de los pájaros; hacía semanas que no había visto nada igual. Era muy temprano, lo suficiente para permitirme ver el amanecer y darme cuenta de que nadie más estaba despierto. Decidí pararme e ir afuera, donde podría ver con más claridad los tonos anaranjados y todavía rozados de aquel amanecer, la verdad es, que aquellos eran mi obsesión. No me costó nada levantarme, pues, había algo en mí que me impulsaba a hacerlo, como si fuera mi única oportunidad para ver algo tan hermoso.

Me puse las sandalias y tome un abrigo que se encontraba colgado en un perchero junto a la puerta, era tan viejo que recuerdo haber escuchado que perteneció a mi abuela antes de pertenecer a mi madre, que a su vez, me lo dio a mí; pero no me importaba, en realidad, seguía siendo suave y reconfortante, me recordaba aquellas noches con la familia en las que solíamos reunirnos junto a la chimenea y tomar chocolate caliente, esas noches de invierno que se volvían cálidas al escuchar las risas de familia y amigos sentados a mi alrededor, en ese momento, no existía nada más, solo mi familia y yo.

Me dirigí a la puerta con cuidado, todavía preocupándome por no despertar a nadie, vigilando mis pasos para que estos no emitieran ni el más leve ruido. Antes de salir, me volví hacia atrás, le di un último vistazo a la cocina y me percaté de lo limpia que estaba, sin duda mi madre era una mujer demasiado preocupada por la limpieza, le gustaba el orden y la perfección, adoraba los detalles... Tal vez por eso se enamoró de mi padre. No pude evitar pensar en lo feliz que había sido mi vida hasta ese momento, rodeada de una cariñosa familia, unos padres que se amaban y amaban a sus hijos, que durante todos los años de mi vida me habían dado todo lo que necesitaba... No pude evitar esbozar una sonrisa, que reflejaba la satisfacción que sentía.

Avancé y cerré la puerta, me detuve entonces para mirar el horizonte y respirar la frescura de aquel aroma: lavanda. Todo el tiempo había adorado ese olor tan dulce y fresco, y mi madre había accedido a plantar unas cuantas casi a la entrada de la casa, unas azules y otras moradas.... ¡Cuánto me gustaba verlas ahí todas las mañanas! Siempre tan bellas y jóvenes, me hacían pensar en lo hermosa que era la vida. Aunado a este precioso aroma, levanté la mirada y vi un cielo hermoso, despejado, con unos suaves toques de amarillo y un tono azul que se extendía por donde quiera que miraras. En mi casa, teníamos una ventaja, una que principalmente me beneficiaba a mí, una amante de la naturaleza. Si seguías avanzando derecho, desde la puerta de entrada, cruzabas el jardín, salías por la puerta exterior de la cerca y cruzabas el sendero, te encontrabas con un lago bellísimo, de aguas cristalinas decorado por los pinos  y abetos que cercaban la orilla. Para hacerlo más hermoso, esa mañana, el sol se encontraba saliendo, y se reflejaba en el agua cristalina. Me senté en una roca que se encontraba a un costado del árbol, y me quedé ahí, admirando el paisaje y disfrutando de esa paz tan reconfortante que me inundaba. Cerré los ojos y sentí la suave brisa acariciarme el rostro.

Tuve unos cuantos minutos más para disfrutarlo. Mi paz fue abruptamente interrumpida por el ruido de motores, entonces abrí los ojos y mire hacia atrás, no vi nada, así que me paré en el sendero y mire el camino rodeado de árboles, esperando que apareciera algo. Pensaba que mis oídos me habían hecho una mala jugada, es decir, nadie pasaba por ahí, mucho menos algún carro, además, ¿por qué habría de ser así? ¿Qué podían buscar en una pequeña aldea, a las afueras de la ciudad? La posibilidad era tan mínima que apenas me preocupaba. Esperé, pero no apareció nada, entonces me dispuse a continuar mi camino de vuelta a la seguridad del lago, pero el ruido volvió, esta vez más cerca. Me invadió una sensación de escalofríos, me comenzó a doler el estómago. Creí que estábamos seguros.

El ruido de los motores se hacía cada vez más fuerte, no sabía qué hacer. Por mi cabeza empezaron a pasar muchas cosas, y aún no decidía si volver a casa o esperar, ver qué era lo que en realidad sucedía. Ya no había tiempo, en el horizonte vi la figura de lo que parecía ser un carro, pero no un carro cualquiera, un vehículo blindado del ejército.

Entonces el pánico me movió a actuar, corrí con todas mis fuerzas hacia mi casa, hacia la cabaña de mi familia. Ni siquiera pude abrir la puerta de la cerca, mis manos estaban tan temblorosas que no lo logré, así que la salté, continúe corriendo y para mí suerte la puerta de la casa estaba abierta, parece que no la había cerrado bien antes de salir, de modo que entré después de haberla empujado y grité con desesperación.

-¡Están aquí! ¡Ellos están aquí!- me detuve intentando respirar y para mi sorpresa, todos estaban ya despiertos, en la cocina, preparando lo que parecía ser el desayuno: huevos revueltos y café de olla, mi desayuno favorito.

Todos me miraron con expectación, esperando que dijera algo más, todos excepto mi padre, que frunció el ceño y se acercó a mí -Querida, ya sabes qué hacer- me susurró al oído, y yo, todavía aturdida, asentí con la cabeza.

La situación había empezado hacía unos diez años, cuando yo aún tenía cinco, mi mamá estaba embarazada y mi hermano menor aún no había nacido, ni siquiera estaba en los planes. El gobierno había declarado que tras una gran deuda externa con un país vecino, Azerbaiyán, se había decidido hacer un trato, para la supervivencia del país.

Resulta que habían propuesto que toda la población diera a sus hijos para un entrenamiento militar a favor del país con el que se tenía la deuda, como en pago en vez de dinero (que seguro jamás serían capaces de pagar), esto por qué Azerbaiyán carecía de población joven capaz de ir a la guerra y luchar por su patria. Pero, Armenia, nuestro país, estaba lleno de niños y jóvenes, que parece ser que para el gobierno no eran más que un estorbo, pues se le hizo muy fácil arrebatárselos a las familias solo para saldar una deuda, de la cual los pobres muchachos no tenían ni la más mínima culpa; pero, según esto, era eso, o una guerra entre ambos países, que a su forma de ver, sería una pérdida de recursos, vidas y tiempo. Claro, ellos no lo habían anunciado así, obviamente ante televisión nacional habían afirmado que era por el bien a futuro de la población y para evitar problemas mayores, porque, al fin y al cabo, ¿quién quería una guerra? Siendo que nuestro país no estaba ni lo más mínimamente preparado para combatir, pues nunca había sido necesario. Sin embargo, aún después de los convincentes discursos de los agentes de gobierno y partidarios políticos, yo sé que no era así, que lo que decían no tenía sentido, que había otra solución, solo que para sus egoístas mentes esa era la más fácil para ellos.

Mis padres, claramente, no lo habían aceptado, para ellos sus hijos eran lo más preciado que tenían y por nada del mundo los dejarían a manos de hombres crueles que finalmente los dejarían morir en un campo de batalla. Por eso, mi padre pensó rápido y busco una solución. Pensó en dejar el país, pero no sería posible, no pasaría ni una puerta sin que le arrebataran a sus hijos, a pesar de que uno aún no había nacido. Al parecer a las mujeres embarazadas las recluían en un centro en el que las atendían hasta dar a luz, para después, sin más, llevarse a sus hijos con una madre sustituta, hasta que tuvieran la edad suficiente para caminar y ser llevados a un centro de entrenamiento. Todo eso me parecía verdaderamente cruel y aterrador, la paz  que alguna vez  había reinado en Armenia, se había ido, para siempre.

Yo agradecía estar lejos del verdadero caos, aunque ahora, ya no estaba tan lejos, en realidad, la posibilidad de que la paz se acabara era tan tangible, que ahora me parecía real. ¿Pero cómo? ¿Cómo había logrado mi familia librarse de aquel horrible suceso?

El precio de una deudaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora