Capítulo 19

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Juan Ignacio consulta por su sobrino en recepción. No contesta su teléfono y tampoco está en su habitación. No tiene idea de a dónde pudo haber ido.

―El joven preguntó por la señorita Eva Pardo, señor, después de eso, no lo he vuelto a ver ―contesta el recepcionista.

Al hombre se le detiene el corazón por un microsegundo.

―Gracias ―contesta preocupado por su sobrino.

Se dispone a ir al cuarto de esa mujer cuando ve bajar a Guido por la escalera.

―¡Guido! ―lo llama a viva voz.

―Tío. ―El sobrino se acerca al hombre.

―¿Dónde estabas?

―Fui a hablar con Eva.

―¿Por qué, Guido? ―interroga con fastidio el productor―. Yo te dije que esperáramos.

―No, tío, yo no quería seguir esperando para una explicación.

―¿Y te la dio?

―No ―acepta el joven bajando la cabeza.

Juan Ignacio niega molesto.

―¿Qué te dijo?

―Que no me debía nada, que si quería saber algo, se lo preguntara a mi papá.

―Guido, hijo, ¿por qué no nos vamos de esta ciudad y te olvidas de ella? No hay nada que hacer aquí.

―Sí la hay tío. Ella me amenazó.

―¿Te amenazó? ¡¿Cómo se atrevió?!

―Yo también la amenacé de vuelta.

―No, Guido.―El hombre se pasa la mano por el pelo en un gesto desesperado―. No puedes hacer eso.

―Puedo, tío, y lo haré. Esa mujer no merece vivir.

―Tú no eres un asesino.

―Tal vez heredé sus genes.

―No digas eso, Guido. Tú no heredaste nada de ella.

―¿Sabes qué dijo? Dijo que ella nunca quiso tenerme y que nunca pensó en quedarse conmigo.

―Por lo mismo, no hay nada aquí para ti. Vámonos. Ella no merece nada de ti. Ni siquiera tu odio.

―Mi odio es lo único que merece de mí.

―Tú no mereces cargar con el peso del odio, hijo. Vuelve a Canadá, a tu casa.

―Yo no tengo casa.

―Claro que sí, mi cuñado podrá ser muchas cosas, pero no ha sido un mal papá.

―No me sigas insistiendo. No me voy a ir.

Juan Ignacio resopla. Su sobrino está decidido. Y aunque él quiere volver y alejarse de esa mujer, no lo dejará solo.

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―¿Qué quería? ―interroga Gabriel a Eva.

―Explicaciones, ¿qué más? ―contesta la mujer con aire distraído.

―¿Explicaciones?

―Sí, explicaciones. Quería que le dijera porqué lo había abandonado. O vendido, mejor dicho.

―¿Usted se lo dijo?

―¡Claro que no! No me correspondía a mí hacerlo.

―¿Qué va a pensar ahora de usted?

―¿Y qué me importa a mí lo que ese mocoso insolente piense de mí? Hasta se atrevió a amenazarme.

―¿De verdad, mi doña?

―De verdad, ¿no te lo estoy diciendo? Es un muchacho muy mal criado. Debe habérsele dado todo en bandeja, por eso ahora actúa así.

―Tome en cuenta que hace poco más de un mes falleció su mamá y en ese momento él se enteró que no es hijo de ella. Para él no debe ser fácil su situación ―lo justifica Gabriel.

―En ese caso, debió quedarse a vivir su duelo en su casa. ¿Qué se cree que venir a amenazarme a mí?

―¿Y usted, mi doña?

―¿Yo qué?

―¿Lo amenazó usted a él?

―No. Le advertí que no me volviera a molestar. Sabes muy bien que no amenazo, ni siquiera advierto; con él, por ser un caso especial, me retuve, pero que no abuse.

Gabriel asiente con la cabeza. Ese chico, lo quisiera o no, es el hijo de su mujer. Y no dejará que ella le haga daño. Decide que hablará con él o con Juan Ignacio para que se marchen de la ciudad. Eva Pardo no perdona a nadie. Y si lo hizo con el productor y con su hijo una vez, no habrá una segunda oportunidad.

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Guido observa impaciente a su tío que lleva varios minutos en pensativo silencio.

―¿Qué pasa, tío? ¿Vas a hablar o no? Desde que recibiste esa llamada no has dicho nada ―apostilla el joven―. ¿Quién era?

―Llamaron del hospital donde murió tu mamá ―responde lacónico.

―¿Qué te dijeron?, ¿pasó algo? ¿El resultado de la autopsia?

―Sí. Tu mamá, Guido... Tu mamá fue asesinada.

―¡¿Qué?! ¿Quién?

―No saben. Abrieron una causa. Tenía altos niveles de veneno en la sangre.

―No puede ser. ¿Quién haría una cosa así?

―No lo sé, la policía está indagando.

―¿Crees que papá...?

―Lo creería si tu papá hubiese estado allí, sin embargo... ¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

―Dos semanas, la última vez.

―Es imposible que él le haya dado el veneno, ¿cómo?, ¿en qué?

Guido menea la cabeza.

―Creo que cuando volvamos, entenderemos mejor lo que sucede ―comenta el sobrino como si no le importara.

―Así es. Y deberíamos irnos. Ya.

―No, tío. Dame dos días.

―¿Para qué quieres dos días?

―¡Juan Ignacio Montt Echeverría! No sabes cuánto me tardé en encontrarte. Te he buscado por toda la ciudad.

Lo único que faltaba. Katiuska en Talca. El productor hace un gesto de desagrado.

Guido escanea a la mujer, es una modelo de renombre, no por sus atributos, precisamente, más bien por los escándalos en su vida personal. De hecho, él no recuerda haberla visto modelar o ser rostro de alguna marca.

―¿Qué haces aquí, Katiuska? ―pregunta con fastidio Juan Ignacio.

―Vine a buscarte.

―¿Cómo es eso de que viniste a buscarme?

―Vine a buscarte, cielo, fui a tu casa a preguntar por ti, ya que no contestas a mis llamadas ni mis mensajes. Tu cuñado me dijo que te encontraría aquí.

―¿Erick te dijo dónde encontrarme?

―Sí, y tu mamá también ―responde con una gran sonrisa.

―¿Mi mamá? ¿Qué les dijiste para que te dieran información de mí?

―La verdad, amor, que tú y yo nos vamos a casar.

―¿¡Qué?!

―Eso, que tú y yo nos vamos a casar porque yo estoy esperando un hijo tuyo.

La Mujer del TeatroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora