Guido aguarda impaciente en la sala de espera de la clínica. Su madre tuvo un ataque cardiorrespiratorio y la ambulancia la había trasladado a Urgencias sin muchas expectativas de vida. De eso hacía dos horas.
―¡Hijo! ―Su padre, Erick Barker, viene llegando de un viaje, fue avisado apenas bajó del avión y el hombre se dirigió de inmediato a ver a su mujer.
Padre e hijo se abrazan en cuanto se ven.
―¿Qué pasó? ¿Qué dijeron? ―pregunta el papá muy nervioso.
―La están atendiendo, no han dicho nada.
―¿Pudiste hablar con algún médico?
―Una enfermera vino y me dijo que en cuanto terminaran de atenderla, vendría el médico a hablar conmigo... con nosotros ―rectifica.
―¿Cómo fue, hijo, pasó alguna rabia? ―inquiere el hombre.
―No, no, solo amaneció cansada, sin ánimo, sin ganas de nada. Yo le dije que no se levantara. Como hoy yo no tenía que ir a la universidad, me quedaría con ella. Y así lo hice. Me acosté a su lado a ver la televisión. De pronto, comenzó a ahogarse... A ahogarse... y yo... Yo no sabía qué hacer... Llamé a la ambulancia... Ella se ponía cada vez peor y... Y ahora no sé qué es lo que pasa. El doctor no ha dicho nada, nadie ha dicho nada... No sé cómo está y yo... yo tengo miedo, papá.
El joven llora al pensar en perder a su madre. Eso lo descompone, lo frustra. Su madre es todo para él. Ella es su amiga, su confidente, su maestra.
―Calma, hijo, si nadie ha salido todavía es porque están trabajando con ella, le están salvando la vida.
El padre abraza al hijo. El hijo llora. Erick intenta no hacerlo. Su mujer es... Su mujer es única. Si existe la perfección en el mundo, se llama Rebeca. Esa mujer que ha sido su apoyo constante, que ha perdonado faltas y errores sin jamás volverlos a mencionar, una mujer que ha estado con él más de treinta años, a pesar de todo. Se conocieron a los dieciséis y a pesar de lo distintos que eran, se prometieron estar por siempre y para siempre juntos. Y desde entonces jamás se han enojado por más de un día, por más de un rato en realidad. Ella siempre comprensiva, conciliadora, amante de su familia, hacía que todo, cualquier problema, volviera a la normalidad pronto y siguieran como la pequeña, pero hermosa familia que se ama. Y él, por todo el amor que sentía por ella, por todo el cariño y respeto, luchaba día a día por sostenerla, por contenerla. Rebeca era su vida. Aunque no todos lo creyeran así.
―¿Quieres un café? ¿Comiste algo? ¿Tienes hambre? ―interroga el padre media hora después, culpable de no preocuparse por su hijo como hubiera hecho su esposa.
―No, no, no quiero nada. Yo lo único que quiero es que alguien salga y me diga que mi mamá está bien.
Guido se desespera cada vez más. Las baldosas del piso ya conocen sus pisadas, no hay lugar por el que no haya caminado.
―Cálmate, hijo, nada sacas con pasearte así, ya va a salir alguien y nos va a decir que todo está bien, que entremos a verla y todo será como siempre. Esto es solo un susto para que aprendamos a valorar mucho más a tu mamá.
―Yo la valoro, papá ―responde el chico, molesto.
―Lo sé, hijo, yo también, sabes cuánto la amo, pero tal vez damos por sentado que ella estará siempre en nuestras vidas.
―Siempre estará en nuestras vidas ―corta más enojado aún.
―Hijo, entiéndeme, tu mamá es nuestra vida, yo también estoy asustado, no quiero perderla, toda mi vida he estado junto a ella. Si soy lo que soy es gracias a ella. Si tu mamá se va... ―El padre de Guido se sienta en una de las sillas, apoya sus codos en las rodillas y esconde su cara entre las manos. Y llora. Y llora. Llora mucho rato.
Guido, por otro lado, también lo hace, pero apoyado en la esquina de la pared. Ya ha pasado demasiado tiempo y a cada minuto que pasa, pierde la esperanza. Su mamá no va a salir de esta. Cierra los ojos para suplicar en voz baja que, si no se va a salvar, al menos pueda despedirse de ella. Y como si el cielo lo hubiera escuchado...
―Joven ―lo habla la misma enfermera que había salido antes―, el doctor quiere hablar con usted.
―¿Cómo está?
―El doctor va a dar su informe ―responde la joven.
Guido la coge del brazo y la voltea hacia él.
―¿Cómo está? ―exige con firmeza.
Ella frunce los labios y niega con la cabeza.
A Guido se le caen densas lágrimas.
―Está viva, pero no hay muchas esperanzas, será mejor que el doctor le explique ―declara con suavidad―. Sígame.
―¿Puede entrar mi papá? ―consulta apuntando a Erick.
―Claro que sí. Pase.
Erick se levanta con gesto cansado y los ojos rojos. Le da dos palmadas en el brazo a su hijo y siguen a la enfermera.
A medio camino del largo pasillo, se encuentra el médico revisando unos folios en el mesón de atención. El lugar, aunque parezca obvio, tiene ese fuerte olor a hospital, a enfermo... a muerte. Los segundos se les hacen eternos hasta llegar al profesional, sus pasos retumban, por más que quieran evitarlo, sus miradas, sin quererlo, se desvían hacia los boxes, donde yacen enfermos o heridos que vuelven más triste ese lugar.
―¿Familiares de la señora Rebeca Montt? ―inquiere el doctor.
―Así es ―responde Guido.
El profesional alza la vista y se encuentra con su joven alumno.
―Guido Barker, no me digas que la señora Montt es tu mamá.
―Sí, profe ―responde el joven bajando la cabeza.
―Lo siento mucho ―dice el doctor.
―¿Cómo está mi mamá? Profesor, yo no pude hacer nada, no supe qué hacer, cómo reaccionar, nada ―confiesa desesperado el hijo.
―Cálmate, Guido, tampoco hubieras podido hacer mucho, la estabilizamos, pero... su corazón ya no funciona.
―¿Qué?
―Sí, por alguna razón, su corazón perdió el ochenta por ciento de su capacidad, por lo que nada de lo que hubieras hecho, podría haberle salvado la vida. Además, toma en cuenta que es tu mamá y que nadie nos prepara para atender a nuestra familia. Conozco incluso obstetras que no son capaces de atender a sus propias mujeres ni de traer a sus propios hijos al mundo. ¿Te imaginas lo que ocurre en una emergencia? Pocos son los que tienen la sangre fría para reaccionar; prima más el ser humano que el médico. Tal vez, si tu mamá hubiese estado enferma desde antes, habrías estado preparado pero en este caso, no. Y, como te digo, no había nada qué hacer ―explica el médico con paciencia.
―¿Podemos verla?
―Por supuesto. Les diría que no se agite, pero no hay tiempo para ella, pueden ser horas, como pueden ser minutos. De hoy no pasa.
La primera impresión de Guido fue de malestar por la crudeza de su profesor, sin embargo, pronto se daría cuenta que era lo mejor, podía engañarlos o decirle lo que a todos, pero en realidad, si no había nada qué hacer, debían aprovechar hasta el último minuto.
Al verla en esa cama, llena de tubos, agujas y parches, Guido y su padre lloran. Ella, al sentirlos, abre los ojos.
―No llores, mi niño, no estarás solo, ahora que yo no estaré, busca a tu otra mamá, estoy segura que ella te ama tanto como yo.
No sabe lo equivocada que está.
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La Mujer del Teatro
Fiction généraleEva Pardo, una mujer alrededor de la cual se tejen muchas historias, una mujer de temer que no le importa el qué dirán y nunca tiene una palabra de agradecimiento. Para ella, los hombres son un objeto desechable que sirven solo para usarlos en su p...