Capítulo 26

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Camilo mira a su amigo que ya no se mueve ni grita. Su rostro, bañado en sangre, desfigurado por el dolor, es lo único que acusa la vida que tiene.

―Hija... ¿Qué estás haciendo? Tú no eres así.

―No era, papá, ustedes me hicieron así.

―No era mi intención.

―¿Y cuál era tu intención?

Camilo no contesta.

―¿Sabías, papá, que tienes un nieto?

El hombre traga saliva.

―El único problema es que no sé de quién. Hay demasiados padres en la lista.

―Isabel.

―Ya te dije que no soy Isabel.

―Perdóname.

―No, papá, no te perdono. Tienes que morir.

―¡Hija!

―Hija, ¿qué? ¿Acaso tú no mataste mi vida?

―No...

―Sí, papá. Tú me mataste primero.

―¡Don Camilo! ¡Don Camilo!

La voz de Pedro en el pasillo hace sonreír a Eva.

―¡Chabela!

―Pedro... Bienvenido al club.

―¿Qué está pasando aquí?

―Te vas a unir a tus amigos.

Gabriel hace que el ex novio de su mujer se acerque y se siente.

―¿Qué pasa? ¿Por qué esto, Isabel?

―Tú querías lastimarme junto con mi hijo, ¿no? Porque pensaste que te había abandonado. Te atreviste a hablar mal de mí.

―¿Cómo lo sabes?

―No lo sabía. Lo asumí y tú me lo acabas de confirmar. Te vieron con él y pensé que todavía estarías enojado conmigo, sin preocuparte de saber la verdad.

―¿Cuál verdad?

―Ya no importa. No te importó saberla en el momento, no te interesa ahora.

―Chabela, yo te amaba.

―Mentira, Pedro, tú nunca me amaste. Te vi, ¿sabes? Te vi, eras amigo de cartas de estos tipos... Te vi.

―¿Cuándo?

Eva no se siente preparada para hablar de nada. Ya quiere acabar con todo. Está siendo demasiado fuerte. Volver a verlos... No... Es demasiado.

Gabriel, que conoce a su mujer, sabe que llegó el momento. Inyecta a Pedro y en pocos segundos está tan inmóvil como los demás. Esa droga imita la parálisis, por lo que ellos sienten, escuchan, ven, sin problemas, sin embargo, no pueden moverse. Nada. Eva toma la botella de ron y comienza a rociarla por los hombres, en los sillones, en la alfombra. Se va al bar y toma otra botella para hacer lo mismo.

―Hija, ¿qué estás haciendo?

―Se va a quemar tu casa. ¡Qué lamentable!, ¿no? Si no hubieran bebido tanto... Habrían podido hacer algo, pero ahí, tirados, durmiendo la mona... Qué mal, papá, yo te dije que el trago te iba a matar.

―Hija... ―La cara de horror del padre de Eva, produce en la mujer una satisfacción y felicidad que no podría describir.

Gabriel enciende un cigarrillo y se lo entrega a su mujer, que lo deja caer en las piernas de su padre, la manta que tiene encima se enciende de inmediato. Camilo saca la manta, pero las llamas ya habían tomado sus pantalones, en tanto la manta incendia la alfombra.

Los otros hombres, tienen los ojos desorbitados por el terror, saben que se quemarán vivos y no habrá nada que puedan hacer, ni siquiera gritar. Aunque, oyendo los gritos de dolor y pánico de Camilo, no sabían que sería mejor.

Cuando las llamas alcanzan el techo, Eva y Gabriel salen. Ya está listo su trabajo. No es la primera vez que lo hacen. Tal como cuando entraron, no hay nadie en el lugar. Poco rato después, ya camino de vuelta a la ciudad, hombre y mujer ven la columna de humo proveniente de la casa de Camilo.

Se dirigen a un pequeño pueblo cercano, donde almuerzan, compran algunos recuerdos y vuelven a la ciudad.

Π

Al volver al hotel, las noticias ya habían corrido por la ciudad. El fundo de Camilo Barros se había incendiado con él adentro y unos amigos. Al parecer el alcohol había jugado una mala pasada y se habían quedado dormidos con los cigarrillos y eso había provocado el siniestro. Todos sabían que el viejo Barros ya estaba enfermo y muchas veces no sabía lo que hacía.

Eva se muestra algo triste. Todos saben que ella era su hija.

―Yo no lo había vuelto a ver. Pero era mi padre, ¿no? De todas formas no es fácil saber que murió de esa forma tan horrible ―comenta al conserje del hotel antes de salir al teatro para finiquitar todo y hacerse cargo de las cosas de su padre.

―Supongo que ahora estarás feliz. ―La voz de Guido a sus espaldas, alertan a la mujer.

―¿Qué dices?

―Digo que ahora debes estar feliz de haber matado a tu padre.

La mujer da una media sonrisa.

―Sí, fíjate ―responde con sorna―. ¿Qué quieres que te diga? Fue un accidente, bebió más de la cuenta y se durmió. No fue mi culpa.

―¿Esperas que te crea eso?

―No. No me interesa si me crees o no. ¿Qué quieres?

―Quiero que me digas la verdad y que confieses que tú mataste a mi abuelo.

―¿Tu abuelo? Por favor, Guido, ese hombre nunca te quiso, jamás te hubiera aceptado como nieto. Como a mí nunca me aceptó como hija.

―Cualquiera renegaría de tener a una hija como tú. Yo reniego de ti como madre.

―Entonces deberías dejarme tranquila y no seguir buscándome.

―No vine a buscarte.

―Ah, no, entonces, qué.

―Vine a matarte.

―Ay, Guido, por favor.

Sin mediar más palabra, el joven se acerca a su madre y se detiene a pocos pasos de ella.

―Qué lástima que estos edificios sean tan antiguos, ¿no te parece, mamá? Las fugas de gas, los cables eléctricos que pueden hacer corte... Es todo muy peligroso.

―¿Qué quieres decir?

―Eso. Es muy peligroso que estés sola aquí. Lástima que tu ángel guardián, el perro de Gabriel, haya tenido que salir urgente justo ahora y mi tío, Juan Ignacio, esté ocupado con los trámites del viaje.

Eva no sabe qué decir. No entiende lo que sucede ni lo que Guido pretende.

―Adiós, mamá.

El joven se da la vuelta para salir justo en el momento en el que un cable eléctrico hace corte y provoca una llamarada. Eva quiere salir, sin embargo, una línea de fuego la rodea e impide su escape. 

La Mujer del TeatroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora