Las mejores cosas pasan cuando nadie las ve

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Por eso a la una de la mañana, de aquel día de Julio, cayeron unas cuantas gotas de lluvia. La cuidad brillaba, como de costumbre. Todos los niños dormían. Sus padres los habían acostado a las 8, porque la cuidad de noche era peligrosa. 

Eso decían. Pero no era cierto.

No sabían que de noche, era un espectáculo entero ver como los monstruos salían a cazar muñecas. Era toda una obra improvisada, en donde los llantos quedaban derramados sobre los andenes. La cuidad era una niña inquieta, que se iba a dormir cuando le diera la gana. Se reía insegura algunas veces; y en otras, rompía a llorar. 

Sus luces reían desesperadas, buscando una razón para gastar tanto dinero. Esperaba y esperaba un bus que jamás llegaba, en esa misma estación. Los niños grandes salen a buscar fiestas, sin saber que un gran espectáculo los espera. Salen a buscar sustancias, que les ponga los pensamientos al revés. Salen a buscar algún motivo valido para continuar con su existencia; algo barato, y que se sienta bien en las venas. 

Volvían a casa en la madrugada. Se sentaban en sus camas, porque ponerse de pie se les dificultaba. Sus pensamientos no paraban de dar vuelvas, al rededor de ningún punto. Se autodestruían en vano, día a día; mes a mes. Ellos tendrán sus razones. 

Yo no era la excepción a ninguna regla. Es por eso que ese Viernes no me sentí tan sola. Ese Viernes no lloré como era habitual. Así que salí a buscar consuelo, en algún anden sucio. Me quité los zapatos, para caminar largos senderos, que conducían a un lugar oscuro y seco. Pensaba en ella en cada paso; la respiraba, verde como el aire. Sus ojos brillaban en algún lugar, casi tanto como el sol. Entonces seguí caminando durante mucho tiempo en silencio, por la capital. 

Ella era una linda razón para autodestruirme. 


Lo contrario a la mitadWhere stories live. Discover now