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Marinette tuvo ese sueño de nuevo aquél día. Bueno, era en realidad un recuerdo, pero ¿era algo normal soñar un recuerdo tan viejo? Eso sería una duda que resolvería después. Ella todavía lo recordaba como si apenas lo hubiese vivido, aunque eso había pasado hacía diez años.

Estaba en el cumpleaños de Chloé Bourgeois. Ella cumplía los seis, Marinette aún no los cumplía, faltaban meses. Chloé tenía ese hermoso vestido esponjoso azul que le había comprado su padre, que hacía juego con sus ojos. Marinette, en cambio, llevaba un lindo vestido rojo con motas negras que le había comprado su madre en una tienda de segunda mano, al que luego le descubrió un agujero y lo cosió. De todas formas a Marinette le había parecido algo hermoso y especial, aunque alguien como Chloé no lo pensara así. Chloé se la había pasado preguntando por qué su madre no le compraba un vestido nuevo a Marinette de la forma en que su padre se lo había comprado a ella. Marinette sólo respondía que no sabía.

Se alejó de la fiesta y de los demás niños persiguiendo una mariquita. Le había parecido tan grácil la manera en que volaba que la pequeña niña no lo pudo resistir. Ahí fue cuando lo encontró: un niño rubio sentado en lo más profundo del jardín, sobre una roca. Jugaba con las hojas, o más bien, parecía examinarlas, como buscándole cada causa y efecto. El niño llevaba un traje negro y una corbata verde. Su pelo rubio estaba peinado de lado perfecta e impecablemente. Era tan lindo... y triste.

Marinette se acercó a él, algo tonto e impulsivo, y el niño se dio cuenta de su presencia.

—¿Qué quieres? —le preguntó, frunciendo el ceño.

—Nada —le respondió Marinette—, es sólo que estás muy solo.

—Quiero estar solo —respondió el niño, apartando la vista de ella.

Aún con esa sequedad a la pequeña Marinette le pareció lindo. Sus mejillas se tiñeron y ella se acercó más.

—Eso es mentira —le dijo Marinette.

El niño la miró fijamente. ¿Que ella dijo qué?

—Estoy diciendo la verdad.

—Puedo verlo —dijo Marinette—, no tienes amigos, niño.

El niño apartó la mirada fastidiado y Marinette se mordió la lengua. Era obvio que había dicho algo que no debía. Y, aunque había algo que no le cuadraba del todo —quizás lo opaco que se veían sus ojos verdes, o su semblante taciturno—, ella no se marchó.

—Tus ojos... —le dijo ella—. Son falsos.

—¿Qué vas a saber tú? —le espetó el niño, levantándose, a la defensiva.

Marinette lo miró ladeando la cabeza. Algo en él estaba mal, algo en él estaba roto. 

—Pero yo seré tu amiga —dijo Marinette, queriendo resolver el problema.

—No quiero amigos —le dijo el niño.

—Todo el mundo debe tener un amigo. —Marinette le dio la mano al niño y le sonrió. Él pareció sorprendido por ese gesto, tanto, que terminó devolviéndole la sonrisa.

Aquella sonrisa fue un regalo.

—¡Marinette!

La llamaba su mamá.

—Vengo luego, niño —dijo ella—. Mi mami me llama.

—Te voy a esperar —respondió él.

No dejaron de verse hasta que cada quien desapareció de su vista.

—Es hora de partir el pastel, cariño —le dijo su mamá cuando ella llegó hacia donde estaba—. ¿Qué estabas haciendo?

—Perseguía una mariquita, mami.

¿Quién es Ladybug? [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora