Capítulo 17: Desespero

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Nuevas imágenes empezaban a formarse, ahora estaba observando a una mujer con un niño en brazos. La mujer tosía y pude observar que tenía pústulas y llagas en los brazos. Llegó a la puerta de una catedral y dejo al niño acostado en la entrada de esta. Mientras ella se marchaba cayéndose a cada paso que daba.

Tres mujeres con habito de monja salían de aquella catedral y al ver a aquel niño lo tomaron en brazos.

—Es el tercero está semana —dijo la mujer en un idioma que parecía ser inglés, pero un inglés desconocido para mí, aunque podía entenderlo.

Entraron a la catedral con el niño en brazos a la catedral y el recuerdo cambió, desvaneciéndose como en una tormenta de arena para avanzar en los recuerdos de aquel niño. Ahora, ya mayor, veía a un niño de aproximadamente diez años de edad de cabello rubio y con ojos azules adentro de lo que parecía un orfanato. Varios niños se encontraban junto a él, mientras degustaban lo que les servían las monjas encargadas.

—Terminen pronto para que puedan asistir a sus lecciones —dijo la monja mientras terminaba de servir.

Todos los niños, antes de empezar a ingerir sus alimentos, juntaron sus manos y cerrando los ojos empezaron a agradecer por la comida en una plegaría. Una vez terminado, los niños comenzaron a comer excepto dos, que solo jugaban con los vegetales que les habían servido.

Cada vez que la monja los dejaba de ver, esos dos niños tomaban los vegetales y los escondían en los bolsillos de sus pantalones. Así siguieron hasta que ya no quedaban más, al levantarse la monja los observo y notó el bulto que tenían en los bolsillos.

—Noah, Liam ¿Qué llevan en los bolsillos? —les recrimino la mujer.

Los chicos, con vergüenza en el rostro, mostraron lo que llevaban mientras la mujer, con enojo, los sentenciaba con la mirada.

—¿Otra vez? La comida no es gratuita, así es como le pagan a Dios los alimentos que les brinda.

Ambos chicos bajaron la mirada, mientras la mujer sacaba un azote que tenía atado a la cintura. El miedo en el rostro de los niños era evidente. La monja los llevó a un cuarto a lado del comedor y los azotó.

—El dolor purificará sus pecados, esta falta a nuestro Dios —repetía la mujer mientras los azotaba.

Las memorias avanzaron, desvaneciéndose y enfocándose ahora en un Noah mayor, aproximadamente en sus cuarenta años. En el recuerdo se encontraba él junto a una mujer de su misma edad y una adolescente en una choza iluminada por velas.

Aquel hogar no era exactamente un palacio, pero era mejor que la casa de Martha, sí es que él también era pobre no era una pobreza tan extrema como la que había visto en los anteriores recuerdos.

Amabas mujeres parecían estar enfermas, tenían las mejillas rojizas, pero estaban sudando y tiritaban. Noah, con angustia, las trataba de atender, pero estaba claro que no sabía bien lo que hacía.

—Debo de ir por un médico —dijo angustiado.

—Está bien —respondió la mujer—, yo cuidaré de Susan y de mí.

Noah salió a la calle, en donde ya el sol se estaba ocultando, y avanzó por las calles de aquella ciudad. Las calles no eran exactamente un deleite, por donde caminara se podían notar la presencia de ratas y aunque eran recuerdos, podía percibir un aroma fétido.

Noah se dirigió hacía un puesto ambulante en donde estaba un hombre con una especie de túnica y un gorro muy extraño, este le pidió visitar a su familia y el hombre lo siguió hasta su hogar. Al entrar el hombre analizó a las mujeres con instrumentos poco ortodoxos que no parecían ser un médico.

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