25 "Kookaburra"

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Iniciamos el camino de vuelta por el sendero. Nacho saltaba con facilidad de una roca musgosa a la otra. Los mechones castaños le bailaban el cabeza con cada salto. Una vez más, me llamaron la atención sus movimientos tan llenos de gracia. Daba la sensación de que él pertenecía a ese sitio; una criatura mágica en un mundo mágico.

De pronto, me encontré pensando: Si por lo menos lo entendiera mejor. Vi cómo su espalda desaparecía entre los árboles y sacudí la cabeza.

Por cierto que era difícil saber que pensaba, más que cualquier chico que yo hubiese conocido. A veces, parecía que hacía lo posible por comportarse como un chico maleducado, pero cuando no se lo proponía, podía ser muy agradable.

En un momento actuaba como si odiara todo, y al siguiente, estaba ahí, contemplando una caída de agua totalmente transfigurado. ¿Cuál era el verdadero Ignacio Nayar? ¿Llegaría a conocerlo alguna vez?

De pronto, noté que había desaparecido de mi vista y me apresuré para alcanzarlo. Todavía tenía temor irracional de que cumpliera su amenaza y me dejara abandonada, para hacerme una bronca. Así que corrí, sin acordarme más de las víboras en el piso o de los ciempiés en los árboles.

El silencio del bosque era tan espantoso que tenía la sensación de que había ahí montones de animales hostiles observándome, al acecho. Casi había alcanzado a Nacho cuando un estallido de risa loca justo sobre mi cabeza, me hizo pegar un salto de unos tres metros. Dejé escapar un grito y me aferré a su brazo.

— ¿Qué fue eso?— Le pregunté, temblando de miedo.

El se volvió y miró con una mueca divertida.

— Caramba, ustedes los argentinos sí que se asuntan con facilidad. No fue más que una kookaburra.

— ¿Una qué?

— Una especie de pájaro— Me explicó— Sólo era un pájaro.

— Pues sonaba como si alguien se estuviese riendo de mí.  antes de esto, todo estaba tan calmo— Mi corazón latía tan fuerte todavía, que apenas podía respirar. Así y todo, a pesar del pánico que sentía, me di cuenta de que me estaba enojando— ¿Y cómo podía saber yo que sólo se trataba de un pájaro?— Le dije de mal modo—  En mi tierra, los pájaros tienen tamaño de la palma de una mano y cuando cantan hacen pío-pío. Seguro que no te quedarías tan impávido si estuvieses recorriendo las montañas de allá y te encontraras con un yaguareté o algo por el estilo.

— En eso tenes razón— Admitió— ¿Alguna vez te encontraste con uno?

— No. Pero una vez vi uno, sentado sobre una roca.

Volvió a oírse una risita salvaje encima de nuestras cabezas.

— ¿Qué aspecto tiene ese pájaro?— Le pregunté, mientras miraba hacia arriba— Me imagino una especie de rostro atroz con un gran pico ganchudo, largas garras.

— Pues te equivocas. Más bien parece salido de un dibujito de Disney; es todo plumoso, con ojos grandes y frente alta.

— ¿En serio?— Me asombré sin creerle demasiado— ¿Crees que podremos verlo? Debe estar muy cerca.

— No sé— Contestó—  La arboleda es muy espesa por acá.

— Pero si estaba encima de nuestras cabezas— Insistí— Tengo que comprobar por mi misma que es un animalito dulce y plumoso. Si no, no te creeré.

— Muy bien, al menos podemos intentarlo— Empezó a abrirse camino entre la maraña de arbustos y helechos de árbol que había junto al sendero— Ven y cuida que esas ramas no te toquen la cara.

Vacilé.

— ¿Estás seguro de que no es el tipo de ave que se lanza súbitamente sobre la cabeza de uno?

— Claro que no. Sólo se quedará sentado en la rama y se reirá de vos, suelen ser muy mansos con la gente.

Entonces, me dio la espalda y empezó a caminar dando fuertes pisadas sobre la maleza, deteniéndose de cuando en cuando para escudriñar las copas de los árboles buscando a la kookaburra. Lo seguí, los arbustos me arañaban las piernas desnudas.

No nos habíamos alejado mucho, cuando volví a oír el ruido.

— Espera un minuto— Me susurró— Si nos quedamos quietos es posible que vuelta a cantar. No debe estar muy lejos.

Esperamos durante algunos minutos.

— Quizá debamos volver— Sugerí— Ya se está poniendo el sol.

— Creo que tienes razón. Sin embargo, lamento que no hayamos podido ver a la kookaburra. Ahora tendrás que verla en el zoológico.

Cuando nos pusimos en marcha, pisé un leño quebradizo. El chasquido sonó como un tiro. Desde lo alto, oímos un áspero y pudimos vislumbrar un pájaro marrón claro cuyas alas tenían un borde color chocolate. 

— Te has dado el gusto de ver a la kookaburra— Dijo Nacho— Ven, vamos al auto.

Volvimos a abrirnos camino a través de la maleza espesa. Esta vez, los arbustos parecías más enmarañados y las espinas pinchaban más.

— ¿No tendríamos que haber alcanzado el sendero ya?— Le pregunté irritada sacándome una rama de la cara.

— En cualquier momento— Respondió—. No te preocupes.

Diez minutos después.

— ¿Estas seguro de que vamos bien?

— Si.— Fue toda su respuesta.

— Pero creí que las sombras eran más...

— Mira, yo sé a dónde me dirijo. Vos sólo tenes que seguirme.

Corrí para alcanzarlo. Observaría con cuidado dónde iba poniendo él sus pies y yo los apoyaría exactamente en el mismo lugar. ¡De modo que las arañas atraparían a él primero!

Al tiempo vislumbramos un área más luminosa delante de nosotros.

— Allá está— Dijo Nacho— Estaremos en el auto dentro de pocos minutos.

Cuando salimos de la densa oscuridad, el corazón me dio un vuelvo: ¡No habíamos llegado al sendero! Se trataba del pequeño claro que habíamos abandonado media hora antes.

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