Bockl, el incansable jefe de policía de Ischl, que tanto había trabajado cuando Francisco José pasó unos días en su residencia veraniega de aquella población, tuvo una de las más grandes ilusiones de su vida cuanto recibió el nombramiento de coronel para ponerse al frente de la guardia imperial de su majestad la emperatriz.
Fue un golpe tan tremendo para el soldado, que tuvo que guardar cama varios días.
―Ahora sí que creo ―murmuraba tomando una infusión contra los nervios― que una gran alegría puede causar la muerte tanto como una noticia triste.
Aquel nombramiento tenía su pequeña historia.
Bockl, a pesar de sus numerosas ridiculeces cometidas en el desempeño de su cargo, había demostrado tan profunda adhesión a su emperador que éste lo estimaba en todo lo que valía. Por eso bastó una ligera indicación de Sissi para que Francisco José cursara el nombramiento.
Sí, también la emperatriz había tomado parte en este asunto.
Cuando su visita Ischl y en ocasión de telegrafiar a su padre, que se encontraba en Baviera, la joven había tenido que dejar en prenda en la oficina expendedora una sortija, que el telegrafista acepto a falta del correspondiente dinero, que Sissi no llevaba.
A raíz de esta intervención, el policía se había incautado de la sortija, dejada como garantía, una sortija que Bockl contempló horas y horas casi sin respira, cuando la joven bávara ascendió al trono austríaco.
― ¡Pocos creerían que un humilde soldado como yo tiene en su poder una joya de la soberana!
Pero la voz de la sensatez iba repitiéndole como en un eco que aumentaba gradualmente en proporciones:
<Debes devolverla, debes devolverla, debes devolverla, debes devolverla.>
Bockl dio un salto y se hizo el propósito de llegar hasta Sissi fuese como fuese. Iría a Viena y pediría audiencia a la emperatriz.
El solo pensamiento de encontrarse ante la soberana le hacía temblar. El hombre no quería confesar a sí mismo la verdad de lo que sentía, pero aun y así, la frase salió de sus labios.
― ¡Santos Dios! ¡Estoy enamorado de ella!
Sus ojos casi se cerraron mirando al suelo, como si hubiera confesado un gran pecado, y palideció de tal modo que, si alguien lo hubiese visto, hubiera creído que Bockl estaba a punto de morir.
Hizo los preparativos de marcha, vistiendo sus mejores galas. Era preciso que su indumentaria estuviese a la altura de la magnificencia del palacio imperial.
―Sí, éste es el mejor.
De pronto se quedó largo rato mirando su rostro en el espejo, frente al que empezó a ensayar una serie de sonrisas y muecas que él creía las más adecuadas para emplear en el momento oportuno.
―Desde luego, que esta sonrisa no está mal, pero me parece que le falta algo o... ―sus ojos se abrieron desmesuradamente― o... tal vez le sobre algo.
Llevó su diestra hasta la cara y, finalmente, murmuró:
―Pues claro que le sobra algo: el bigote.
No lo pensó más y, cambiándose de ropa, se fue precipitadamente a la barbería.
Al verle entrar como una tromba, el barbero no pudo menos que preguntarle:
― ¿Has perdido algo, Bockl?
Éste respondió:
―No, pero voy a perderlo. Voy a dejar el bigote en tu casa.
El barbero le responde:
―Pero ¿he comprendido bien? ¿Vas a desprenderte de tan formidable adorno?
El soldado Bockl mira fijamente al barbero y le responde rápidamente.
―Déjate de preguntas y quítame el bigote ahora mismo. He de marchar de Viena con la mayor rapidez y...
― ¡Ah! ¡Vamos! Seguramente estás enamorado.
―Sí, ésa es la razón, estoy enamorado de... una mujer.
El barbero estalló en una sonora carcajada.
―Eso ya lo sabía.
― ¿Cómo? ¿Tú sabías que yo estoy enamorado de nuestra emperatriz?
Momentos más tarde el enorme mostacho del militar, aquel bigote que durante largos años adornara su rostro y servicio de motivo de respecto, había desaparecido.
―Bueno, Bockl ―le dijo el barbero―, mírate en el espejo y observa si tu nuevo rostro es de tu agrado.
El militar se acercó a la luna que reflejaba su figura y quedó en suspenso durante varios segundos.
― ¡Excelente! ―dijo, tartamudeando, al tiempo que el dedo índice de su mano derecha recorría su sitio que pocos minutos antes ocupara el bigote―. ¡Formidable!
Con el cuerpo rígido como un palo y, a grandes zancadas, regresó a su casa.
Y con una ilusión de parecer otro emprendió el viaje a Viena, para devolver la sortija a su majestad la emperatriz.
A decir verdad nadie le reconoció en palacio, pero no por su nuevo aspecto, sino por su misma persona. Pero la emperatriz lo recordaba y le concedió una corta audiencia durante la cual Bockl le devolvió aquella sortija que tantas horas había contemplado en Ischl.
Esta acción del policía mereció la admiración de Sissi y que se interesase cerca de su esposo para concederle un ascenso. Y hemos visto cómo Francisco José accedió gustoso a la petición, nombrando a Bockl jefe de la guardia personal de la emperatriz. Sabía que era un hombre a prueba de toda abnegación y sacrificio y que bien merecía aquella distinción. Además Bockl había jugado un importante papel en Ischl cuando Sissi y Francisco José se encontraron inesperadamente.
― ¡Dios mío! ―murmuró una vez más Bockl sin apartar los ojos del comunicado en el que se le daba la gran noticia―. Coronel, ¡soy coronel!, y jefe de la guardia personal de la emperatriz, de mía amada emperatriz... Y voy a residir en Viena, en la capital. ¡Qué suerte la mía, qué suerte!
Para dar cumplimiento a tan sensacional ascenso, Bockl hizo inmediatamente todos los preparativos para incorporarse lo antes posible a su elevado destino. Pero antes de partir definitivamente de Ischl quiso despedirse de sus mejores amigos, entre los que figuraba el telegrafista de la población.
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SISSI EMPERATRIZ
RomanceSissi se adapta lentamente a la vida como emperatriz de Austria luego de a verse casado con Francisco José; pero le cuesta trabajo aprender el riguroso protocolo de la corte de Viena; a esto se le suma la difícil relación que mantiene con la todopod...