Recorrió, confundida entre las muchas personas que se hallaban comprando, diversos departamentos de la bien surtida tienda examinando diversos objetos, hasta que su atención se centró en un cuadro de indiscutible valor artístico, en el que se veían varias vistas de París, reproducidas con mano maestra.
«Éste será un buen regalo», pensó, Sissi, recordando el proyectado viaje a la capital de Francia.
La dependienta envolvió cuidadosamente el objeto adquirido.
― ¿Tendrá la amabilidad de pasar por caja...?
En el momento de hacer efectivo el importe de su compra, Sissi recordó la odisea del telegrama por el que tuvo que dejar una sortija en prenda. Pero esta vez estaba prevenida y pudo satisfacer la cuenta sin la menor dificultad.
Todo, hasta aquel momento, había sucedido sin el menor contratiempo. Sissi, en cierto modo, estaba contenta de que no la reconociesen, pero esta pequeña alegría no duró mucho. En la calle alguien, al mirar al carruaje, que se hallaba parado frente al establecimiento, había dicho:
―No quisiera equivocarme, pero creo que este coche es de su majestad la emperatriz.
Algunos curiosos observaron con atención aquel detalle y las suposiciones tomaron cuerpo.
―Pues claro ―comentó otro―, fijaos en el uniforme del cochero y en el lacayo que le acompaña.
Otro, más atrevido, quiso asegurarse y penetró en el establecimiento. Miró detenidamente y de pronto, al descubrir a Sissi, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
― ¡La emperatriz, nuestra emperatriz, está aquí. ¡Viva la emperatriz!
Sissi no tuvo tiempo de reaccionar. Al instante se vio rodeada de personas que la aclamaban con entusiasmo, de tal forma que se vio prácticamente apretujada entre una multitud que nadie hubiese podido saber de dónde había salido.
La joven reina se vio levantada del suelo por sus entusiastas y expresivos súbditos.
El cochero y el lacayo trataron de intervenir, mas su intervención resultó inútil por dos razones: porque nadie, ni remotamente, pretendía causar el menor daño a la soberana, y porque nadie tampoco hizo el menor caso de los gritos de los sirvientes, ahogados por los constantes vectores de la muchedumbre.
Una muchacha, un poco más atrevida que los demás, arrancó un pequeño lazo de la blusa de la emperatriz. Quería tener un recuerdo de la misma y a fe que no lo consiguió. Y no porque Sissi la reprendiera, sino porque otros se lo arrebataron cuando ya lo tenía en las manos. Así, sucesivamente, el preciado recuerdo cambió de propietario en pocos segundo.
Sissi apenas podía caminar a pesar de los esfuerzos que hacía para alcanzar el coche. La entusiasta multitud de lo impedía, debido al irrefrenable deseo de acercarse a su querida emperatriz.
Ya en palacio penetró rápidamente en sus habitaciones, ocultando el obsequio que había adquirido para Francisco José. No creyó oportuno explicar a nadie lo sucedido.
Pero la anormalidad no paso inadvertida a la sagaz mirada de la condesa Estejarda, quien, como sabemos, estaba en constante vigilancia, la cual se dirigió a las caballerizas para ver si por mediación de los mozos de cuadra podía sacar algo en claro.
Antes de llegar al pabellón se detuvo en el pasillo, porque ciertas palabras le llamaron la atención, Aguzó el oído y escuchó las siguientes palabras:
―Muchachos, como ha dicho Bussel, es preciso convenir que la popularidad de nuestra querida emperatriz en mucha.
―De eso puedo responder yo.
― ¿Es que tú lo has visto?
― ¡Claro! Guiaba yo el coche de su majestad.
― ¿Y ha visitado un establecimiento?
― ¿No te lo estoy diciendo? Su majestad la emperatriz ha ido de compras.
Cuando creyó que no precisaba saber más, la condesa Estejarda abandonó su puesto de observación, y sin ser vista, tal como había llegado, regresó a la parte superior del palacio. No obstante, había en el camino de ida y en el de regreso una notable diferencia. En el primer caso, la dama había avanzado adoptado las máximas precauciones, caminando lentamente para no hacer ruido, mientras que a la vuelta corría más que andaba, a la máxima velocidad que le permitían sus piernas. No subía los escalones de cuatro en cuatro, debido a que los años le pesaban.
Jadeante, llegó a las habitaciones de la emperatriz cuando ésta se había cambiado y por completo de indumentaria y alisaba un preciso vestido, que se había puesto con el propósito de visitar a Francisco José.
Sissi, antes de decidirse, colocó en el cajón de una cómoda de su saloncito particular el obsequio que había comprando para su esposo. Se miró varias veces al espejo para retocar su cabello y varios detalles del traje color malva que llevaba. Después, decidida y sonriente como siempre, abandonó la estancia.
La condesa Estejarda había seguido todos estos movimientos sin perder detalle, hasta que pensó que, en cumplimiento de su deber, era preciso que cuanto había descubierto lo supiera la archiduquesa Sofía.
«Sí, es preciso que la madre del emperador conozca estas licencias que la emperatriz se toma.»
Salió de la estancia, como momentos antes lo hiciera Sissi, pero en el pasillo tomó la dirección inversa a la que había seguido la emperatriz.
La condesa caminaba visiblemente afectada, detalle que observó un de las damas de compañía, que se cruzó en su camino, hasta el extremo de preguntarle:
― ¿Ha ocurrido algo, condesa?
Ésta levantó la cabeza vivamente para contestar:
―Sí, algo terrible.
Sin dar ninguna otra explicación, la condesa dejó plantada a la dama de compañía, que se limitó a encogerse de hombros.
Momentos más tarde, la condesa llamaba discretamente a la puerta de la habitación de la archiduquesa Sofía.
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SISSI EMPERATRIZ
RomanceSissi se adapta lentamente a la vida como emperatriz de Austria luego de a verse casado con Francisco José; pero le cuesta trabajo aprender el riguroso protocolo de la corte de Viena; a esto se le suma la difícil relación que mantiene con la todopod...