Capitulo 8 Emperatriz en Volantas.

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Los suaves golpes dados en la puerta hicieron levantar la cabeza a la madre del emperador de Francisco José, atareada con el estudio de ciertos documentos, relacionados con la vida palaciega.

―Adelante ―dijo la archiduquesa, con los ojos clavados en la puerta de entrada.

Ésta se abrió inmediatamente, apareciendo la condesa Estejarda, quien, casi sin tomar aliento, dijo:

―Alteza, creo que es mi deber informaros de algo muy grave que ha sucedido.

La archiduquesa se levantó.

―Su majestad la emperatriz ha salido de compras.

La madre del soberano suspiró, un poco tranquilizada. No obstante, con cierta precaución, comentó:

―Pero ¿Qué me decís? ¿Que su majestad ha salido de compra?

―Así es, alteza ―respondió la condesa, con voz grave.

― ¿Cómo lo habéis sabido?

―Por el cochero. Lo oído con mis propios oídos, y, según él dice, su majestad a duras penas pudo llegar hasta el coche.

― ¡Santo Dios! ―respondió la archiduquesa Sofía sorprendida.

La condesa Estejarda sentía una gran satisfacción, que disimulaba, por haber sido ella quien descubriera el hecho. Y segura de que sus palabras tenían excelente cogida, añadió:

―La multitud, en su entusiasmo, ha hecho trozos el vestido de su majestad.

―¿También esto lo ha dicho el cochero?

―Creo que sí, pero no hacía falta que lo dijese. Yo misma lo he visto y me he fijado en este detalle cuando su majestad regresó de su paseo.

La archiduquesa no pudo reprimir un gesto de contrariedad.

Pero, tal vez para no satisfacer demasiado los deseos de la condesa Estejarda, se limitó a decir:

― ¡Increíble! Verdaderamente increíble.

―Eso es lo que yo también he pensado.

― ¿Tenéis que decirme algo más? ―preguntó la madre del emperador, para cortar definitivamente las expansiones de la condesa.

―No, alteza, nada más.

―En este caso, podéis retiraros.

―Sí, alteza, a vuestras órdenes.

La condesa se despidió con una leve inclinación de cabeza, sumamente satisfecha por el servicio que, a su entender, acababa de prestar.

Mientras tenía lugar la anterior conversación entre la archiduquesa Sofía y la condesa Estejarda, Sissi penetró en el gabinete de trabajo de su esposo.

Francisco José, como siempre, tuvo una gran alegría al verla.

― ¡Sissi! ―exclamó corriendo hacia ella.

―Vengo a pedirte una gracia, querido emperador ―pronunció la joven, con voz queda.

Se miraron unos instantes, hasta que Fráncico, adoptando una actitud de fingida gravedad, preguntó:

― ¿Algo trascendental?

Sissi movió la cabeza afirmativamente.

― ¿Y puedo saber de qué se trata?

La emperatriz se colgó del cuello de su esposo.

―Es conveniente que vengas cuanto antes a mi jardín zoológico.

― ¿Y eso es todo? ―repuso Francisco José.

―Quiero mostrarte unos nuevos ejemplares que me han traído.

―De acuerdo, Sissi. Iré dentro de unos minutos, al tiempo justo de despachar estos documentos. ―Y señaló varios papeles que había sobre la mesa.

La joven salió del gabinete con el corazón saturado de felicidad. Su ilusión era entregar el obsequio que había adquirido para su esposo, como recuerdo del primer mes de matrimonio.

«Así comprenderá cuanto le quiero y que el día no se me ha pasado por alto.»

Este pensamiento la hacía sentirse satisfecha, pero al mismo tiempo la movía a pensar conformada. Se decía:

« ¡Si él se acordase también! Pero tiene tantas precauciones, que, claro, lo más lógico es que esta fecha le haya pasado sin darse cuenta.»

De regreso en su gabinete, contempló una vez más el regalo, cambió ligeramente de sitio un sillón, en el que tomó asiento, y se dispuso a esperar.

SISSI EMPERATRIZWhere stories live. Discover now