Capitulo 9 El Obsequio de la Emperatriz

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El emperador no se hizo esperar. En pocos minutos despachó con su secretario varios expedientes y acto seguido se dirigió al saloncito donde Sissi esperaba. Penetró sigilosamente al ver que su esposa tenía los ojos cerrados, y la besó.

La joven esposa se levantó.

―Gracias por haber venido, Francisco.

―En fin ―comentó con cierta ironía el emperador ―, espero con impaciencia tus noticias.

― ¡Ah! Sí, desde luego. Pues... verás, se trata de...

― ¿Algo grave? ―se complació en preguntar, risueño, Francisco José.

Sissi sonrió igualmente y tomando a su esposo de la mano le llevó hasta la gran galería, en las que estaban instalados los animalitos preferidos por ella.

― ¿Puede saberse adónde me llevas?

―Quiero preguntarte solamente si sabes que hay un nuevo papagayo en palacio.

― ¡Ah! ―simuló sorprenderse el emperador―. ¿Es éste rojo?

―Sí, ésta es la novedad. Y sin mucho convencimiento, preguntó―: Es muy bonito, ¿no es cierto?

―Desde luego, muy bonito.

Los intranscendentes comentarios sobre los papagayos continuaron aún. Ambos sabían que existía algo mecho más importante que decirse, pero también los dos parecían que se gozaban como adolescentes esperando que el otro se decidiera.

Por fin, Sissi dejó oír su voz.

― ¿Te quedarás un rato?

A pesar de que Francisco deseaba ardientemente permanecer en el gabinete, inquirió simulando mal una indiferencia que no sentía:

― ¿Es que hay otros papagayos que yo no conozca?

Sissi se acercó a él.

― Es que quiero hacerte una pregunta.

Francisco José la miró, adoptando un aire de cómica expectación:

― ¿Sabes qué día es hoy? ―interrogó quedadamente Sissi.

El emperador sintió gran alegría y tuvo que reprimir sus impulsos para no lanzarse en brazos de su mujercita.

¿Cómo no iba a recordar que hacía un mes justo que a aquella misma hora se había unido para siempre con Sissi? Pero Francisco quiso apurar el gozo que le producía aquella situación, y con una actitud de indiferencia, contestó:

― ¿Qué día es hoy? Pues, claro que lo sé. Sábado.

― ¿Sabes? Hoy, durante mi paseo a caballo, he hablado con papaíto. Y después he ido de compras.

― ¿Qué has ido de compras tú sola? ―preguntó a su vez el emperador.

―Sí, sí ―contestó alegremente Sissi, decidida ya a entregar el regalo―. En la tienda donde he entrado para adquirir cierta cosa, me han reconocido, y por poco me traen a casa en volandas. Han hecho trizas mi vestido.

―Eso no está bien.

― ¿Censuras el que haya visitado un comercio?

Francisco José rió abiertamente.

―No, no es eso. Decía que no está bien que hayan estropeado tu vestido.

Los dos celebraron el malentendido con risas.

Sissi aprovechó el momento en que le pareció que su esposo estaba distraído para coger del cajón de una mesita el obsequio que tenía preparado. Se acercó a su esposo, y mostrando el pequeño envoltorio, dijo:

―Toma, Francisco. He comprado esto pensando en ti. Creo que te gustará.

―Has sido muy amable en acordarte de mí, Sissi.

―Es para que tengas un recuerdo del día de hoy ―añadió quedadamente ella. Hoy hace un mes que nos casamos.

―Vamos a ver ―dijo Francisco José, dejando al descubierto la pequeña obra de arte.

Sissi esperaba impaciente.

― ¡Precioso! ―exclamó el emperador, mirando detenidamente el pequeño cuadro.

―Las figuritas son muy pequeñas ―se apresuró a explicar la joven―. Mira, cada cuadrito de éstos es la reproducción de unos cuadros famosos. Fíjate en éste...

Francisco dejó que Sissi tomara el cuadro para colocarse detrás de ella y seguir así las explicaciones de su esposa.

―Éste es el palacio de Luxermburgo. Aquí está el Arco de Triunfo. Esto es...

A decir verdad, el emperador no prestaba demasiada atención a Sissi, que seguía enumerando los pequeños detalles del cuadro. Y es que Francisco José, aprovechando que su esposa no le veía, estaba ocupado en sacar de uno de sus bolsillo un estuche, del que extrajo un magnifico collar de piedras preciosas.

Sin ser observado por Sissi, que seguía con sus explicaciones, dejó el estuche sobre la mesa, y cogiendo la joya por sus extremos con ambas manos, la colocó alrededor del cuello de la joven.

Éstas, al sentir el contacto del collar, enmudeció, visiblemente emocionada. Llevó su diestra hasta rozar la joya y dejó caer su cuerpo hacia atrás para apoyarse en Francisco José, que la tenía sujeta por los hombros.

―Es mi pequeño recuerdo ―musitó el emperador al oído de Sissi.

Pasados unos segundos de visible emoción, la feliz mujer pudo decir a duras penas, con lágrimas en los ojos:

― ¡También te has acordado, Francisco!

― ¿Cómo pudiste pensar que lo había olvidado?

― ¡Si supieras lo feliz que me haces!

―Nunca podré olvidar la dicha que he encontrado a tu lado, Sissi. ¡Nunca!

De nuevo se hizo el silencio entre los dos esposos. Pero no era preciso que hablasen para comunicarse todos sus pensamientos. Aquellos instantes de intensa emoción no los hubiera cambiando por nada en el mundo.

Las sonoras campanas de un reloj, que adornaba el gabinete en uno de los ángulos, hizo levantar la cabeza a Francisco José para mirar instintivamente la esfera.

―Tienes que volver a tu trabajo, ¿verdad? ―preguntó, tristemente, Sissi.

Francisco asintió con un movimiento de cabeza. Dijo:

―Son los inconvenientes de nuestra posición.

Ella, cogiéndose de su brazo, le acompaño a la puerta.

―Hasta luego, Francisco.

―Adiós, Sissi. Y perdona que te deje sola. No debes quedarte triste, porque para esta noche te reservo otra sorpresa.

― ¿Otra sorpresa? ―repitió, mimosa, la emperatriz― ¡Que sorpresa es ésa!

Fráncico José sonrió satisfecho al comprobar el interés que había demostrado su esposa.

―No, muñequita. Ahora no puedo decirte más, porque de hacerlo dejaría de ser una sorpresa. Lo único que puedo anticiparte es que estoy plenamente convencido de que será de tu agrado.

Sissi no insistió. En el fondo prefería también que la aludida sorpresa se produjera en el momento oportuno.

Así se lo dijo a su marido, el cual, radiante de felicidad, regresó a su gabinete de trabajo.

Sissi, resplandeciente de alegría, se apoyo por breves instantes en la puerta por la cual había salido Francisco José. Después, canturreando una popular canción, se dedicó dar de comer a sus papagayos.

La voz de la emperatriz llegó a oídos de la condesa Estejarda, la cual, sin poder comprender aquella explosión de alegría, levantó los brazos en alto, escandalizada.


SISSI EMPERATRIZWhere stories live. Discover now