Cuando los esposos se encontraron cerca de las habitaciones de Sissi, ésta obligó a Francisco José a caminar lentamente para hacer el menor ruido posible. Si su hijita dormía, no quería despertarla. Con toda clase de precauciones llegaron ante la puerta que comunicaba con el saloncito en el que descansaba la pequeña princesa.
Sissi hizo rodar su mano y la puerta, suavemente empujada por ella, se abrió con lentitud. Un rayo de luz penetró en el gabinete iluminándolo levemente.
De pronto, sintió que un escalofrió recorría todo su cuerpo. Miró acongojada a su alrededor hasta convencerse de que sus pupilas no la habían engañado. La cuna de su hijita había desparecido.
Miró una y otra vez en todas direcciones, pero tuvo que rendirse a la evidencia.
Abrió los ojos desmesuradamente, reveladores del gran impresión que sentía, y los clavó en Francisco José.
La emperatriz, a pesar de que sentía que las piernas le temblaban, avanzó unos pasos. Su rostro estaba lívido, descompuesto, y sus labios temblaban visiblemente casi al compás de una jadeante reparación que, por un momento, creyó que iba a ahogarla.
―Por favor, Sissi ―exclamó Francisco José, tranquilizándola―. No debes alarmarte.
La joven madre se precipitó hacia su esposo, al que cogió con todas sus fuerzas por el brazo.
― ¿Dónde está la niña? ―gritó desesperadamente.
Hubo una pequeña pausa, en la que el silencio sólo el turbado por el angustioso respirar de la emperatriz.
Francisco José la cogió amorosamente, y después de mirarla con serenidad, explicó:
―Mama ―continuó hablando el emperador― ha pensado que la educación de la niña será más eficiente si se ocupa de ella en persona. Es por eso que ha ordenado que la lleven cerca de sus habitaciones.
Francisco continuó, tratando de dar a su voz un tono persuasivo.
―Tal vez haya hecho mal en no decírtelo a su debido tiempo, pero es que nosotros tenemos tantas obligaciones que tender que no te será posible cuidar de la niña.
―No hay obligación que se me imponga que yo no cumpla ―exclamó valientemente Sissi―, pero por encima de todas está mi condición de madre y no permitiré que nadie me la discuta.
― ¡Sissi! ―la reprendió Francisco.
―Y tampoco consentiré que nadie me quite a mi hija. ―dijo Sissi, con energía.
Sus ojos brillaban como ascuas. De su rostro había desaparecido la serenidad que tanto le embellecía, para aparecer en él todo el vigor, toda la dignidad e incluso la fiereza de la madre que se siente herida en su amor propio.
―Pero si nadie quiere quitártela ―trató de calmarla Francisco José.
Sissi, que en aquellos momentos no sentí en su corazón otra cosa que la herida que la desaparición de su hija le causaba, desafió con la mirada a su esposo. Después, como si en su cerebro se hubiera hecho una luz, exclamó:
― ¿No te das cuenta de lo que han hecho?
Pareció dudar unos momentos, pero resuelta, empujada por aquella idea que se había clavado en su mente, volvió la espalda a Francisco y corrió decidida hacia la puerta.
Su esposo trató de detenerla.
― ¡Sissi! ¿Adónde vas?
No obtuvo contestación. La puerta se cerró con fuerza tras ella.
Francisco se llevó una mano a la frente, quedando pensativo, con los ojos cerrados, unos momentos. Luego, adivinando el camino que había tomado Sissi, salió del saloncito donde pocas horas antes dormía su hijita.
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SISSI EMPERATRIZ
RomanceSissi se adapta lentamente a la vida como emperatriz de Austria luego de a verse casado con Francisco José; pero le cuesta trabajo aprender el riguroso protocolo de la corte de Viena; a esto se le suma la difícil relación que mantiene con la todopod...