Capitulo 6 Conociendo al Padre del Emperador

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Todos los días, invariablemente, el padre del emperador dedicaba unos minutos a su esposa, la archiduques Sofía. Era, podríamos decir, el saludo cotidiano que la costumbre había impuesto como protocolo y que el amor obligaba.

El honorable viejo penetraba en la habitación de la archiduquesa, preguntándole casi siempre:

― ¿Esta de mal humor mi mujercita?

También la contestación era la misma.

―Te advierto que ya no soy una mujercita y además tengo un humor excelente.

El padre del emperador sonreía y llevándose la diestra a la oreja, preguntaba:

― ¿Cómo has dicho?

―Que tengo un humor excelente.

― ¡Ah! Sí, desde luego, ya me parecía a mí que era como siempre.

Aquel día la intrascendente conversación fue interrumpida por la llegada de la condesa Estejarda, quien, al penetrar en la estancia, se inclinó respetuosamente.

―Muy buenas, condesa ―saludó alegremente el esposo de Sofía.

La condesa correspondió al saludo con una sonrisa.

―Decidme ―preguntó la madre del emperador―: ¿ha hecho su majestad progresos visibles en el estudio del ceremonial de la corte?

La interrogada puso cara de circunstancias y contestó con cierto retintín:

―Su majestad aún no ha empezado.

― ¿Cómo?

―Su majestad salió a pasear montada a caballo.

La noticia no sorprendió demasiado a la archiduquesa, que se limitó a comentar.

―Lo suponía. Su caballo tiene más importancia que todo lo demás.

El padre de Francisco José sonrió con cierta ironía.

―También mí me gustan los caballos, lo confieso.

Su esposa lo fulmino con una penetrante mirada.

―Oye, Sofía, no te disgustes, digo la verdad; así es que me voy a montar.

La archiduquesa no contestó y su esposo creyó que lo oportuno era desaparecer. Se acercó a su mujer y dijo:

―Hasta luego, Sofía.

Ésta presentó su mejilla para que él la besara.

―Bueno. ¿A qué esperas? ―preguntó Sofía al ver que su esposo permanecía inmóvil.

― ¡Ah! Sí, sí, tienes razón.

La besó y mientras las dos damas se enfrascaban en una conversación sobre la necesidad de obligar a Sissi a que prestase más atención a las cosas de la corte, se encamino hacia el exterior del palacio, sin detenerse en las caballerizas, como podía suponerse por sus manifestaciones.

Lentamente cruzó los jardines para encaminarse hacia un paseo bordeado de corpulentos árboles que le daban aspecto de bosque, porque sabía que aquello lugares eran los preferidos por Sissi para dar rienda suelta a su afición de experta amazona.

Sissi en aquellos paseos a caballo recordaba sus excursiones por los bosques de Baviera en compañía de su padre e, incluso, en algunas ocasiones, le parecía sentir la voz de la duquesa Ludovca que, con acento angustioso, le avisaba para que frenase la cabalgadura.

El padre del emperador no tuvo que esperar demasiado para ver a su nuera. Ésta apareció a galope tendido del corcel que montaba, en un recodo del paseo. Sissi lo vio enseguida y detuvo su caballo.

―Buenos día, papaíto.

―Buenos día, majestad ―correspondió el honorable viejo―. Me dijeron que habías salido a dar un paseo a caballo y me pareció bien marchar a tu encuentro.

― ¡Magnifico! ¿Qué tal está usted hoy?

―Bien, gracias, muchas gracias ―guiñó un ojo y añadió, sonriendo―: Pero no chilles como si fuera sordo.

Sissi se sorprendió un poco de aquellas palabras, porqué, como todos, sabía que el padre del emperador era bastante duro de oído.

―No soy sordo. Lo oigo todo.

El viejo se acercó un poco más y, bajando la voz como si revelase un gran secreto, añadió:

―Tontilla, lo que pasa es que oigo lo que me conviene. Sissi se admiró.

―Da buenos resultados ―prosiguió el padre del emperador―. Cundo no me conviene, no oigo, y tan contento. Los dos personajes rieron de buena gana.

―Les hago preguntar dos veces, tres veces, hasta que se les agota la paciencia del que pretende saber algo, y no me veo obligada a contestar.

―Eres, un sol ―manifestó Sissi, besando a su suegro. Éste, mirando a su alrededor y colocando su índice encima de los labios, dijo con tono misterioso:

―Pero, por favor. Esto es un secreto entre nosotros.

―No temas, nadie lo sabrá. Contestó la joven emperatriz.

―Así me gusta. Y hora que lo sabes, sigue tu paseo pues me gusta mucho ver como cabalgas.

La joven se irguió y, al tiempo que tiraba de las riendas, gritó:

―Adiós, papá.

―Hasta luego, majestad.

Levanto su mano en ademán de despedida, permaneciendo unos momentos mirando a Sissi, hasta que ésta desapareció por entre la fronda. Después, el padre de Francisco José siguió su lento paseo de regreso a palacio.

Por su parte, Sissi dejó su cabalgadura para tomar el coche que la estaba esperando en los confines del bosquecillo, cumpliendo las órdenes recibidas.

Su deseo era visitar algunos comercios de la capital. La joven emperatriz quería dar una sorpresa a Francisco José en el día que se cumplía el primer mes de matrimonio, obsequiándolo con algún presente que ella misma quiso escoger en algún comercio especializado. Así es que mando parar el coche frente a un importante establecimiento, en el que penetró sola.


SISSI EMPERATRIZWhere stories live. Discover now