Boston (Massachusetts)
Pasadas las 13:00 horas del mediodía, y a pesar del mal tiempo, las calles se hallaban en plena actividad con personas que iban y venían cargadas de bolsas repletas de regalos. Se acercaban días de celebración. Grandes avenidas y edificios comenzaban a lucir con la tradicional iluminación navideña, y de las plazas surgían árboles que eran decorados con figuras representativas de unas fiestas que todos festejaban. Sin embargo, la repentina borrasca había cogido por sorpresa a todo el mundo. La gente apresuraba la marcha intentando refugiarse del fuerte viento que hizo precipitar los primeros copos de nieve.
Paradójicamente, aquel bullicio de la ciudad les produjo cierta tranquilidad; de repente notaban el abrigo de la normalidad, y eso les hacía sentir bien por un momento. Era como cuando, en la noche, la simple presencia de una madre ofrece esa seguridad necesaria a su hijo para que éste quede dormido.
Pero la realidad a la que ellas se enfrentaban ya era más poderosa que aquél orden establecido, un espejismo del que volvieron de inmediato mientras atravesaban la ciudad evitando los atascos de tráfico propios de la fecha. Decididas, y con la clara intención de llegar hasta el final, se encaminaron hacia el destino que indicaba la nota guardada celosamente por el Doctor Clarence dentro de la caja de seguridad.
Kat giró bruscamente para tomar un atajo, pisó con firmeza el acelerador y las ruedas mordieron el asfalto, abandonando todo el barullo. Aunque aquello era algo que aún les costaba aceptar, ciertamente comenzaban a comprender que todo cuanto dejaban atrás era una simple ilusión.
Mientras tanto, Ángela y Mary ojeaban el plano de carreteras para asegurar el itinerario. La ventisca parecía aumentar su rabia y el limpia parabrisas no daba abasto para deshacerse de toda la nieve que caía sobre él. A menudo Ángela limpiaba con su pañuelo el vaho acumulado en el cristal.
Dejando ya atrás la ciudad atrás, al fin consiguieron llegar a las inmediaciones del Lago Waban. Giraron por la 135 y luego accedieron por un camino estrecho y angosto llamado Pond Rd, tal y como indicaba la nota del Doctor Clarence. A los pocos metros, la espesura del bosque parecía ahora engullirlas por completo. Kat disminuyó la velocidad en vista de que debían buscar una vereda con algo de pendiente. Efectivamente, no tardaron en localizarla. De algún modo, la arboleda las protegía de la nieve que comenzaba a caer con mayor contundencia; si bien, las rachas de viento parecían remitir por momentos. Tomaron la vereda estrecha que marcaba el plano, tan reducida que el propio automóvil la ocupaba por completo. Esto hizo que las ramas comenzasen a rozar la carrocería, y las tres empezaran a sentirse dominadas por el entorno; las oprimía un sentimiento de agobio de quedar atrapadas en cualquier momento.
—¡Oh, Dios! Tengo miedo —exclamó Mary—. Deberíamos volver a casa.
—Te mentiría si te digo que yo no lo tengo —dijo angustiada Kat, mientras observaba con atención cada centímetro del camino y hacía desplazar lentamente su automóvil.
Ángela, nerviosa, no paraba de limpiar el vapor de los cristales. El mal estado de la calzada hacía que el vehículo se tambalease de un lado para el otro. La espesura del propio bosque hacía sumergirlas en una confusa penumbra. De hecho, aquello las intranquilizó aún más. Pero justo cuando pensaban en dar la vuelta, observaron que el camino parecía ensancharse.
Cincuenta metros más adelante, una vieja verja oxidada obligaría a Kat a detener el automóvil.
—¡Demonios! —maldijo.
—¿Y ahora qué hacemos? —susurró Ángela.
Las tres se apearon del auto para intentar abrirla.
—Tiene puesto un candado —observó Kat mientras lo forzaba sin éxito.
De repente, a lo lejos, el ruido del motor de otro automóvil las sobresaltó. Kat corrió hacia su coche para coger la pistola y gritó a las demás que se pusieran a cubierto. Poco a poco, el brillo de las luces encendidas del misterioso vehículo comenzó a aparecer por la última curva del camino. Aterradas, sintieron próximo el final de sus vidas: «un lugar alejado de la ciudad, en medio de un solitario bosque. ¿Cómo hemos podido ser tan estúpidas?» se lamentaban sin poder creer lo que les estaba ocurriendo mientras esperaban el fatal desenlace.
El automóvil se detuvo a unos treinta metros de ellas, desconectó las luces, y luego el motor. Kat, protegida tras su Chevrolet mediante la puerta abierta del conductor, no dejaba de apuntar con el revolver. Ángela preservándose detrás del mismo, agarró una piedra con su mano izquierda y un trozo de rama con la derecha. Mary se limitó a entrar en él, haciéndose un ovillo en el asiento de atrás.
Misteriosamente, un individuo alto y delgado salió muy despacio y con las manos en alto.
—¡Se... se... señoritas, por... por... por favor, no disparen! —gritó el hombre tartamudeando, mientras levantaba su sombrero—. Soy... soy Jim, el mayordomo del Doctor Clarence —se presentó con su particular acento.
El hombre larguirucho, afable y educado estaba más asustado que el miedo que podían reunir en aquel momento las tres mujeres juntas. Como una estatua quedó junto a su coche con los brazos levantados. El pobre Jim no se atrevió a mover un solo músculo de su cuerpo, ni tan siquiera una nueva frase salió de su boca para asegurar su identidad.
Al fin, Ángela soltó la piedra y el trozo de rama, y se dirigió despacio hacia él.
—¡Ángela! —exclamó Kat apuntando al individuo.
—No os preocupéis, creo que dice la verdad —indicaba mientras caminaba hacia él.
Kat desconfiaba y seguía enfilándolo con su revólver.
—¡Dios mío, Jim! ¿Qué hace usted aquí? —preguntó ya a tan sólo unos pasos y después de confirmar que efectivamente era el mayordomo.
—El Doc... Doctor... me... me ordenó daros un recado —dijo al fin y con la voz aún temblorosa y entrecortada.
—Por favor, baje los brazos —intentaba tranquilizarlo Ángela—. ¡Guarda el arma, no hay peligro! —gritó mirando hacia atrás.
Kat bajó su arma y la introdujo dentro de su chaqueta. Mary, todavía recelosa, miraba a través del cristal por encima del asiento, exhaló todo el aire que tenía dentro, y salió del automóvil.
—Señoritas, me he asegurado de que no las seguían —explicó ya más tranquilo y mientras se secaba la frente con un pañuelo—. Tomad, esta es la llave que abre la verja, y esta otra la puerta de la cabaña. Estoy seguro que allí encontrarán lo que buscan. El Doctor fue amenazado por unos hombres muy raros, y preparó todo antes de morir. Su deseo era que vosotras tuvierais toda la información —concluyó doblando perfectamente el humedecido pañuelo y guardándolo en el interior de su gabardina.
—Pero... ¿qué información? —preguntó desconcertada Ángela.
—No lo sé señora, el Doctor tenía muchos secretos que nunca me fue revelado; él decía que era por mi bien. Yo sólo he hecho exactamente lo que me ordenó. Mi trabajo finaliza aquí —expresó Jim aliviado—. Bueno... hay algo más. Dos horas antes de que lo asesinaran, también me dijo que os comunicara que: «todo lo que está ocurriendo es necesario y por el bien de todos. Cada segundo transcurre como tiene que ser». Éstas fueron sus palabras, que además me las recalcó varias veces.
Las tres se miraron perplejas. Dudaban si era otro de los acertijos del Doctor Clarence o más bien era algo con un trasfondo más amplio y profundo. Fuera lo que fuese creían encontrarse en una encrucijada que no parecía tener fin.
—También me aseguró —continuaba Jim— que vosotras, llegado el momento, sabríais como utilizar la información. Por favor, ahora debéis disculparme, tengo que marcharme cuanto antes lejos de aquí —concluyó antes de ponerse el sombrero y dirigir una fugaz mirada a su alrededor.
Desconcertadas por todo aquello, se limitaron a observar cómo Jim, con ágiles maniobras, hacía cambiar el sentido de su automóvil y, como alma que lleva el diablo, se alejaba por donde había llegado.
ESTÁS LEYENDO
EL SECRETO DE TIAMAT
Science FictionA finales de la década de los 50, cuatro exploradores llamados a realizar una misteriosa expedición a la Antártida viven la aventura más fascinante y peligrosa de sus vidas. Un trepidante recorrido en el que, mientras luchan una dura batalla interna...