Capítulo 59 -La ciudad intraterrena de Instrol-

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Red de Agharta. El mundo interno de Tiamat

Mientras se dirigían hacia el interior, sobrevolaban hermosas montañas. Algunas se caracterizaban por sus suaves y delicados contornos, otras escarpadas se proyectaban majestuosas. Coloreados valles con árboles que mecían sus copas al viento, ríos de mansas aguas y otros con formidable bravura descendían vertiginosamente de las altas cumbres. Grandes lagos que transmitían paz, e incluso océanos que reinaban sin descanso el impresionante y majestuoso paisaje. Todo ello repleto de una variedad sinfín de animales expuestos al más puro significado de libertad, acogiéndose a una de las leyes más importantes que el universo diseñó en su creación: el libre albedrío, respetado por todos y cada uno de los seres, evolucionados o no, que convivían en armonía bajo la misma luz color esmeralda. Tal era la vida en el interior de Tiamat.

A la misma velocidad de crucero, se desplazaba la nave en forma de platillo volante, mientras los cuatro sentados en cómodos asientos de material holográfico —como lo llamaban aquellos seres— disfrutaban del maravilloso espectáculo. Trescientos sesenta grados de vida a todo color, con tonalidades que sus ojos jamás antes habían podido percibir. No existía horizonte alguno más allá que la vista pudiese visualizar, ya que la imagen se curvaba hacia arriba rodeando todo cuanto podían ver a su alrededor. Incluso algunos cúmulos de blancas y esponjosas nubes que formaban una estrecha capa atmosférica, donde los gases se acumulaban a su antojo, parecían juguetear impidiendo distinguir lo que había tras ellas.

Obviamente no se observaban estrellas brillar, al igual que el reino de la noche que conocemos en la superficie jamás relevaba al impertérrito día. La percepción del tiempo se hacía extraña, completamente diferente a la que se vivía en el exterior, mas un aura de paz se podía percibir en un ambiente sosegado y armonioso.

Naves de similares características, plateadas igualmente, como especies de brillantes platillos circulares que se utilizan en las baterías de instrumentos musicales de percusión, transitaban suave y libremente, aunque de manera ordenada, en un espacio idílico, casi de fantasía. Algunas pasaban de largo, otras se cruzaban, ascendían, descendían, curioseaban, incluso varias de ellas se detenían por un momento muy cerca a la misma velocidad. Parecían saber que los invitados se encontraban a bordo. El resto, sin embargo, simplemente hacían su recorrido habitual. A estás se les unían otro tipo de naves completamente desiguales, pues no poseían un tamaño y aspecto físico definidos. La descripción más acertada que podría hacerse, si esto fuese posible, sería la de una esfera de apariencia etérea, blanca y brillante, aunque no demasiado. A veces, cuando éstas se detenían, parecían pulsar en el espacio, como si estuviesen repletas de energía. Tampoco mostraban sonido alguno, ni tan siquiera magnético. Se manifestaban con tamaños desiguales, siendo la más pequeña al volumen aproximado de una pelota de playa. Sus movimientos eran un tanto extraños y lineales, cambiando de dirección al momento, en ángulos rectos y definidos, aunque la mayoría de las veces desaparecían, como si fuesen absorbidas por la nada, y volvían a aparecer en otro lugar distinto. No obstante, el tráfico de éstas era bastante menor.

Aquella visión fantástica durante todo el viaje parecía sacada de una novela de ciencia ficción, aunque nada agresiva sino todo lo contrario. De hecho, era tal la tranquilidad que se respiraba que los rayos del sol interno color suave esmeralda ayudaron a aflojar la tensión acumulada de Marvin hasta hacerlo cabecear de cuando en cuando, mas no llegó a dormirse por completo. Mientras tanto, Norman también estaba relajado, parecía imperturbable y algo pensativo, sin que nada se escapase a sus ojos; la personalidad que le caracterizaba le obligaba a estar siempre preparado ante cualquier circunstancia, aunque ésta fuese favorable. A Peter, que de los cuatro era el más débil físicamente, le comenzaban a surgir ojeras en su agotado rostro. No obstante, los ojos como platos tenía, pues no dejaba de usar su libreta siempre dispuesta ante cualquier dato interesante que pudiera escapar a su mente científica; una cerrada y analítica mente que lejos de ser la misma que cuando sobrevolaba el blanco continente Antártico, ahora se dejaba llevar por la corriente de una nueva y extraordinaria física llena de posibilidades antes impensable para la ciencia que hasta entonces conocía. Eddie, desde un ámbito más particular, y al igual que el resto del grupo, ya mostraba una barba un tanto mística, dándole un aspecto totalmente diferente, podríamos decir que casi espiritual; su viaje estaba transcurriendo con total placidez. Sin embargo, algo diferente comenzaba a percibir desde su interior, no sabía exactamente a qué se debía, pero aquella extraña sensación le obligaba a estar en una especie tensa calma.

EL SECRETO DE TIAMATDonde viven las historias. Descúbrelo ahora