Capítulo 43

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La antigua carretera romana le tendía una emboscada en cada pisada a las finas

suelas de sus zapatos cuando Maddalena, Moksu en realidad, iba camino de regreso a San Paolo, pero los
niños del orfanato esperaban sus visitas diarias y ella no podía permitir que un
asunto insignificante como la rotura de eje de la carreta la mantuviera alejada de
ellos. Los niños eran la luz de la vida y ella había perdido la suya. Sin embargo, se le
había concedido el milagro de volver a ver a su hijo, de acariciarle la sedosa cabellera
negra, y de estar a su lado cuando él la necesitaba. Ninguna madre podía pedir más.
Maddalena abrazaba el recuerdo en su corazón. Ella siempre había sabido que
Cho Kyuhyun crecería y se convertiría en un hombre maravilloso; tenía todos los
atributos del padre, aunque también, sonrió ella, un par de rasgos suyos. Trataba de
imaginar a Victoria como una mujer adulta. Seguramente era bellísima. A
Maddalena se le entibió el corazón al saber que su hija había encontrado el verdadero
amor. Ella también lo había conocido una vez, y había sido tanto el cielo como el
infierno. El tiempo había curado las cicatrices del pasado y ahora podía pensar en
Younghwa con ternura y hasta reconfortarse con ello. El recuerdo del hombre que le
había destrozado el corazón con sus incontables infidelidades y a quien ella había
destruido en un desenfrenado arrebato de celos se quedaría con ella por siempre.
Algún día se volvería a encontrar con él y le rogaría que la perdonara, pero hasta
entonces, tenía una sagrada tarea que llevar a cabo aquí en la tierra: cuidar de los
niños sin padres y colmar sus corazones solitarios con el amor maternal.
—¡Hermana Maddalena! —la hermana Maria corrió hacia el portón del
convento—.Venid rápido. ¡De prisa!
Maria era una joven de dieciocho años. Acababa de unirse al convento después
de que sus padres fallecieran, dejándola sola y sin un centavo. Todavía no se había
adaptado a la serenidad del convento.
—Hola, Maria —sonrió Moksu—. ¿Qué es lo que te tiene tan agitada hoy?
—¡La cosa más increíble! ¡Una visita para vos! Un caballero. La hermana
Picolomina lo ha conducido a la sala pequeña de oración. Os ha estado esperando
más de una hora.
—Sssh, hermana —la calló Maddalena con delicadeza mientras entraban a la
fría capilla—. El hombre puede tener un niño enfermo, o padecer alguna otra
desgracia. Tu júbilo podría ofenderlo.
—¡Este hombre no tiene ningún niño enfermo! —exclamó María con
entusiasmo—. Es un noble joven y apuesto, con ropas finas.
—La mano de la desgracia no distingue entre el pobre y el rico. Ni perdona al
joven ni al agradable a los ojos. Ante Dios, todos somos iguales, sin importar las
vestimentas — Moksu se aproximó al altar, se arrodilló diciendo una oración y
luego se levantó e hizo la señal de la cruz.
—Sólo pidió veros a vos —dijo Maria—. Y cuando la madre superiora quiso
saber la naturaleza del asunto, él no dijo nada, salvo que se trataba de algo personal y
que esperaría. Fue muy amable. Todo este tiempo ha estado sentado junto a la
ventana, esperando.
—Maria —Moksu le frunció el ceño a la joven—, ¿has estado espiándolo?
Las mejillas de Maria se pusieron coloradas.
—Yo no lo molesté. Me quedé del otro lado de la ventana.
—No debes soñar con hombres de ese modo. Recuerda, estás casada con el Hijo
de Dios.
—No he pecado, hermana. De veras. Es sólo que él... lucía tan triste. Me
preguntaba qué podía haber llenado de pesar esos hermosos ojos. Parece un hombre
tan atento y afectuoso. Le donó a la madre superiora una pesada bolsa de monedas
de oro.
—Pronto sabremos qué triste suerte fue la que lo trajo hasta nosotros, ¿verdad?
—Moksu aceleró el paso. No era la primera vez que un noble requería de su
ayuda. A veces, era por causa de una esposa o un hijo enfermo, u otras, por el triste
caso de un hijo no deseado. Aunque curiosamente, ella presentía que lo que fuera
que había llevado a este hombre hasta San Paolo, era de una naturaleza totalmente
distinta.
Consciente de tener a Maria mirando ansiosamente por encima de su hombro,
Moksu giró el pomo de metal y echó un vistazo a través de la rendija que había
entre la pared y el marco. Vio un brazo envuelto en terciopelo oscuro. El hombre,
según Maria lo había descrito, estaba sentado en un banco frente a la ventana del
jardín, absorto en sus pensamientos. Tenía el codo apoyado en el alféizar, un guante
negro de piel de ante colgaba de su mano como con descuido. Ella abrió la puerta y
entró.
—Buongiorno, signore. Soy la hermana Maddalena. ¿Vos pedisteis verme?
En el instante en que la espalda del hombre se volvió enteramente visible, a ella
le dio un vuelco el corazón. Tenía la cabellera tan negra y brillante como la de un
cuervo, espesa y alisada en la nuca. La elegante capa negra exquisitamente adornada
con plateados seguía la forma de la ancha espalda. Moksu ahogó un sollozo.
El hombre alto de cabellos oscuros se puso de pie y lentamente se dio la vuelta
para mirarla.
—Buenas tardes, madre —le dijo con voz calma.
Moksu escuchó el gemido de sorpresa de Maria. La puerta se cerró
suavemente detrás de ella y unos pisadas ligeras se marcharon de prisa. Ella miró
fijamente a su hijo, delineado por un halo de luz del sol de octubre. Le brillaban los
ojos; tenía la garganta visiblemente oprimida. Estaba bronceado, fornido y saludable.
No había ni rastro del pichón esquelético que ella había rescatado de la muerte el
invierno pasado. Y era un duque, como lo había sido su padre.
—Kyuhyun —murmuró Moksu, con la humedad de los ojos traicionando la serenidad
que luchaba por conservar. Sintió la garganta obstruida y seca. ¿Se encontraría allí
por algún motivo específico? ¿O es que simplemente estaba allí? Ella le sonrió de modo
maternal, llena de amor, orgullo y ternura—: Kyuhyun, mi hermoso ángel. Estás aquí—
murmuró ella de manera reservada, sin saber con seguridad cómo reaccionaría él.
La nuez de la garganta de Kyuhyun se movió con dificultad. Se adelantó un paso
hacia ella.
—Aquí estoy.
Había tanto que explicar y de que disculparse... pero esto tendría que esperar.
Después de diecisiete años de separación, su hijo estaba allí, ya no era un niño sino
un hombre, y ella sentía deseos de aferrarlo con fuerza contra su pecho y no soltarlo
más. Sin lograr contener las lágrimas, Moksu abrió los brazos y para su absoluto
asombro y júbilo, Kyuhyun se acercó y dejó que lo abrazara haciéndole daño en el
corazón. A ella le temblaba la mano al acariciarle la cabeza.
—Perdóname, hijo mío... Perdóname...
Él se enderezó y con ternura le apartó la cofia y el velo de la cabeza. Tenía los
cabellos negros ceniza sujetos en un ceñido moño. Los ojos llorosos
le brillaron. Un cálido destello se extendió en los ojos de él.
—Mama —Con una sonrisa llena de recuerdos, él extendió los brazos y la
abrazó con fuerza, como si fuera un niño. Ella lloró y le ofreció más disculpas, pero él
la calló—, No, mamá. Perdóname tú, perdóname...
Moksu se ahogó en lágrimas. Miró por encima del hombro de él la modesta
imagen que había en la pared: él pareció sonreírle con infinita compasión. Ella movió
los labios en silencio: Gracias, Padre Misericordioso. Gracias...

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