Abrigo

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El viernes me compré un abrigo. No es que en mi ciudad haga mucho frío. Cuando mucho llegamos a los 14° y a veces la sensación térmica es de 8°, pero eso ocurre sólo algunos días en febrero y es todo. Me sentí culpable al tomar esa decisión. Es parte de mi independencia solucionar todo lo que me aqueja, como el frío, y no recurrir a la caballerosidad de algún hombre que brinda su suéter o sus brazos, para mí cualquiera de las dos es mala opción. 

Me compré un abrigo después de haber sido protegida del frío por un hombre porque me niego a necesitarlo a él o a cualquier otro. 

Ese estúpido abrigo no me sirvió hoy. No pude usarlo, hacía tanto maldito calor cuando salí de la oficina que con mi blusa ligera era suficiente para aguantar la frescura de la noche y de este "fuerte" invierno. Sin embargo, no pude salvarme de los pasos de ese hombre -que me quitó el frío- siguiéndome; admito que fue un alivio pero conforme llegábamos a la calle donde espero el transporte que me lleva a casa sentía una opresión profunda en mi pecho y la cabeza parecía que me iba a estallar. Nos detuvimos, yo con el estúpido abrigo en mis manos y con unos zapatos que mi jefa me había regalado dentro de una bolsa colgando de mi brazo. Me aferraba al abrigo tanto como quería aferrarme a ese instante, ese momento en que, después de un día donde compartimos conversaciones vacías, sabía un poco a eternidad. 

Cuán equivocada estaba. Como siempre.

Quise alargar el momento, como el día que me cubrió del frío, él respondió que no llevaba dinero, como si me importara un carajo el maldito dinero. No quería un café, no quería ir a cenar ni mucho menos quería ir al centro a comprar chucherias, yo sólo quería alargar la llegada a mi casa. Eso y, tal vez, esperar que apareciera el frío como la otra noche. 


- Lunes 23 de enero del 2017


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