Enferma

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Y ya vengo varios días pensando. Pensando en todo, sin llegar a nada.

¿Cuándo empezó mi sufrimiento? ¿Todos los acontecimientos que han ocurrido los últimos meses son sólo un grito de que algo está pasando o más bien de que algo ha pasado siempre? Siento que mi reciente caída en enfermedad es sólo el síntoma de todo lo que ha ido yendo mal.

Por fin en casa, era lo que pensaba ese santísimo viernes siete de julio. Oh, sí. Por fin en casa. No pasaron más de veinte minutos para que terminara dormida en la cama. Creía que era cansancio, ¿Qué otra cosa podía ser después de una semana de estar trabajando fuera de casa? Desperté con temperatura, sudando a chorros y sintiendo que iba a morir. Vale, suelo ser un poco fatalista. Quién diría que ese sería sólo el comienzo. Sábado y domingo me fui al pueblo, el pueblo querido donde nací y donde está la casa de mi nana. La temperatura no disminuyó ni cedió en ningún momento a pesar de todos los remediajos con raíz de choya y nicle que me dieron mi madre y mi tía. Ese domingo volví a la ciudad y consulté explicando todos los síntomas que recordé tuve durante la semana y al final el doctor diagnosticó una infección en las vías urinarias. ¿Cómo podía él asegurarlo sin mandarme hacer un laboratorio? No lo sé. Hasta ahora no lo entiendo.

Me fui a trabajar como todos los lunes, sólo que ese lunes era especial porque iba a cobrar mi primer pago después de casi dos meses y medio de estar trabajando. No tuve tiempo de regodearme de felicidad, más bien no tuve salud para hacerlo porque la temperatura continuó atacando como archienemigo que se niega a perder la batalla. Esa noche fue tal vez unas de las peores noches de mi vida. Creí que moriría de frío o algo más. La sola idea de abandonar la cama y quitarme mi amado cobertor para apagar los aires acondicionados me pareció inconcebible. El martes no aguanté, la temperatura seguía pateando mi sistema. Consulté de nuevo. El doctor confirmó el diagnostico y me cambió las pastillas por inyecciones. Un nuevo calvario sin duda sobretodo porque la temperatura seguía sin bajar. El miércoles una luz se abrió paso en el cielo: una compañera se iba a regresar porque tenía un compromiso y había pedido permiso. Hable con la jefa y le dije que no aguantaba más. Estar acostada todo el día, luciendo como zombi no era una idea de trabajo para mí. Me subí al autobús con mi compañera y llegamos a la ciudad más rápido de lo que pensé. Al llegar a casa corrí a la cama y ahí permanecí sin poder levantarme. El jueves me llevaron con un doctor particular que ha atendido a la familia por muchos años y sólo verle la cara supe que algo no estaba bien. Él me revisó los pulmones por la tos extraña que traía. Dijo que no estaba bien pero trató de solucionarlo dándome medicamento que compramos. Al siguiente día, viernes, la temperatura me atacó de forma infernal. Corrimos al médico otra vez. Temblaba de pies a cabeza pues llevaba temperatura de cuarenta y un grados. De inmediato me mandó hospitalizar en el hospital Salvatierra. Me pincharon ambos brazos. Un enfermero para sacar un poco de sangre me torturó el brazo derecho y derramó sangre en la sabana como si fuera principiante. Tal vez lo era, aunque lo negó. Así pasé las siguientes horas escuchando a los médicos internistas, enfermeras y no sé cuánto personal incompetente reírse a carcajadas, hablar de celulares, de descargar cosas y no sé cuántos temas más. Escuché de todo. Fueron amables conmigo a pesar de su poca comunicación de lo que estaba sucediendo. Con el suministro de suero mi rostro cambió y tuve ánimos para estar más despierta. El doctor llegó luego de mucho tiempo, dijo que traía la infección que los dos médicos anteriores habían diagnosticado y que traía una anemia que ya estaba en niveles peligrosos. Todo eso tenía sentido menos el hecho de que siguiera con la temperatura. Me dio de alta recetando un par de vitaminas y alargando el tratamiento del anterior médico. Ese viernes pude comer y mi madre volvió a casa. Unas tostadas que me supieron a gloria. Dormí bien a pesar de la tos, no sé en qué momento apareció el dolor en mi pecho y en la espalda. Sólo sé que sábado, domingo, lunes y martes estuve alimentándome como no lo hacía hecho la semana anterior. El miércoles lucía realmente desmejorada, mal comí unas lentejas y estuve desanimada todo el día. En la noche no dormí bien, me quejaba del dolor de la espalda que ya resultaba insoportable. A la una de la madrugada mi mamá me levantó y dijo que me tenían que llevar a la clínica de Fidepaz. No me negué. Me preguntaban si quería ir y yo no respondía a pesar de que era lo que más deseaba. Anhelaba una cura a todo lo que estaba sintiendo. Con temperatura y mucho dolor estuve delante de un doctor el cual fue lo más amable y atento que he visto en médico. Me revisó, revisó los estudios que me dieron en Salvatierra y finalmente confirmó lo que el doctor particular expresaba en su rostro. Tenía neumonía que no fueron capaz de detectar en el hospital. Me llevaron a una habitación y volvieron a pincharme la piel para ponerme suero. Me pusieron vitaminas y medicamentos y al amanecer estaba muchísimo mejor. Así pasaron tres días, hasta que el viernes veintiuno de julio me dieron de alta. Mi rostro era otro. Tenía vida y hasta fuerzas para caminar. El dolor al respirar prácticamente había desaparecido. Un sinfín de recomendaciones llovieron por todos lados y yo sólo me preguntaba qué había hecho mal para que hubiese parado así. 

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