capítulo 10

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Nunca creí que los sueños húmedos creados por mi mente pudiesen hacerse realidad. Aaron parecía tan lejano cuando lo conocí, tan imposible de alcanzar.

Ahora está aquí, sobre mí, en mi habitación. Besando mi piel, acariciando mi cuerpo. Haciendo que olvide mi nombre.

Tener la casa sola debería ser ilegal. Nos da la libertad que no deberíamos tener de besarnos, acariciarnos, tener sexo.

Todos los días que mis padres no están, Aaron y yo buscamos la manera de satisfacer una sed que parece imposible de saciar. Lo hemos hecho en todas partes. Mi habitación, mi baño, en la sala de estar, en la cocina, y el único lugar intocable, como si no faltársenos el respeto a todo lo demás, es la habitación de mis padres.

Ni Aaron ni yo lo hemos considerado, y creo que ninguno está dispuesto a cruzar esa línea que parece difusa.

Él está de pie tras de mí esta vez, empujándome contra la pared de la habitación de invitados, embistiendo con la fuerza que he aprendido a adorar, suspirando y dejando que mis pechos choquen violentamente contra el concreto. No tardo en llegar al paraíso, y cuando estoy a punto de bajar, noto que él también lo hace.

Con la respiración todavía agitada, luego de tener sexo tres veces este día, nos separamos. Y si no hubiésemos escuchado el motor de un auto apagarse a tiempo, nos habríamos besado antes de ir a ducharnos, pero, por un milagro, logramos escucharlos, y actuamos. Rápido.

Aaron se viste a una velocidad increíble, y yo recojo mi ropa y corro a mi habitación, que queda a veinte metros. La distancia parece las cincuenta yardas que debe conquistar un jugador de fútbol americano. Pero soy sólo yo, corriendo desnuda a mi santuario, con el miedo de que mis padres abran la puerta y me vean.

La voz de mi madre retumba por la casa, avisando su llegada, un segundo después de que el crujido de mi puerta me recrimina que la he cerrado violentamente. Logro vestirme rápidamente. Aaron tuvo suerte, estando en el lugar donde mis padres siempre esperan verlo, y me lo imagino saliendo a saludar. Me pregunto si su corazón está latiendo tan rápido como el mío ahora.

—Leah, sal de tu habitación. Hemos traído comida.

El hecho de que lo diga frente a Aaron significa una cosa. Lo han invitado a él también.

Mi corazón da un vuelco, y de repente tengo miedo de que mis padres ya sepan lo que está pasando. Que sepan que Aaron y yo tenemos sexo sin parar en cada rincón de su casa. Estoy lista para recibir el castigo de mi vida. La cena es una trampa. Sólo quieren ver si nos rompemos y confesamos todo.

Maldita sea.

Respira hondo, Leah.

No. Es imposible. Mis padres no lo saben. Si lo hicieran, o al menos mi madre, no habría dicho nada. Habría actuado inmediatamente. Me habría enviado a un reformatorio militar, sin preguntas, y a Aaron... No sé.

Y eso me preocupa. No sé qué le harían a Aaron. Soy una menor. No celebraría un castigo tan bajo como un reformatorio militar. Claro que no. Tengo a los dos putos mejores abogados de la ciudad como padres. Se asegurarían de que Aaron no viera la luz del día, hijo de sus mejores amigos o no.

Pero me detengo a pensar.

No. Tampoco harían eso.

Mis padres, aunque despiadados e inescrutables abogados, no son malas personas. Pero estoy segura de que nada iría por buen camino si se enteran.

Hago una nota mental para recordarme decirle a Aaron que, de ahora en adelante, el sexo es exclusivo de su departamento.

Cuando todos esos pensamientos dejan mi cabeza por un segundo, decido salir a saludar a mis padres, que encuentro en el comedor, acomodando platos y cubiertos en la mesa. Sólo Dom y Danna Martin ponen la mesa, elegantemente, para comer pizza.

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