capítulo 11

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Knock knock.

Alzo la mirada de mi teléfono cuando escucho a alguien en la puerta de mi habitación. La falta de un buen seguro le facilita a quien quiera que esté detrás el trabajo de abrirla sin esfuerzo. Veo a mi padre, que se recuesta en el marco de mi puerta.

Su actitud es serena, como siempre lo es, y el aura que emana me trae recuerdos de cuando era niña. Cuando jugaba con muñecas a su lado mientras él pasaba horas leyendo documentos, siempre tranquilo. Su rostro no muestra ni una evidencia de la edad que tiene, ni el estrés al que se expone con su trabajo. Siempre he admirado eso de él. Es la roca que no parece ser consciente de la corriente de agua agitada que la rodea.

—¿Puedo pasar? —pregunta, con recelo. Puedo contar las veces que lo he visto en mi habitación, y la razón suele ser sólo una: mi madre lo envió a buscarme. Durante mi adolescencia, la relación con mi padre no ha sido muy cercana, pero siempre nos hemos sentido cómodos en la presencia del otro, incluso cuando estamos en el mismo lugar sin hablar.

—Claro —Me apoyo en el espaldar de mi cama y mi padre se acerca un poco, sin ocultar una chispa de incomodidad al hacerlo. Se lo ve un poco nervioso y eso es decir algo. Nunca está nervioso, mucho menos expresivo—. ¿Qué pasa?

Mi padre suspira y es como si no supiera qué decir. Mi padre. El hombre de todas las respuestas. A quien todos acuden porque su energía es capaz de calmar cualquier marea.

—Hay cosas que como tu padre debo darme cuenta —dice—. Y ayer me di cuenta de algo.

Se detiene y me mira, como asimilando sus propias palabras.

Richard Martin es un hombre muy seguro de sí mismo, y estoy siendo testigo de una de las contadas veces que lo he visto vacilar. Aún así, esa serenidad que emana no deja de proyectarse en la habitación, y no me siento intranquila, incluso con la sospecha de lo que puede haberse dado cuenta.

—No pude evitar darme cuenta de cuánto has crecido —dice al fin—. Y me había olvidado de cuánta responsabilidad se deja de tener una vez que eso pasa —deja relucir una pequeña sonrisa nostálgica y se detiene otra vez, dejándome con mil preguntas en la boca. Su rostro no me dice nada, y lo que me está diciendo no me contesta ninguna—. Ayer me di cuenta de cómo te miraba Aaron —dice finalmente, luego de una pausa reflexiva—. Y también de cómo lo mirabas a él.

Me quedo en silencio.

Es lógico que mi padre lo haya notado. Es un hombre extremadamente inteligente, observador, analítico. De no ser así, no sería considerado uno de los mejores abogados de la ciudad. Pero siempre me ha gustado pensar que esa habilidad de observación se limita a su trabajo, y no se aplica a su propia hija.

—No vengo a prohibir nada —su tono me tranquiliza—. Pero sí a pedirte que tengas cuidado —sabe que sé a qué se refiere, pero lo conozco, y necesita decirlo directamente, sin esperar que lo deduzca—. Los chicos de su edad acostumbran a buscar sólo una cosa de chicas de tu edad —ahora sí no parece creer necesario decirlo explícitamente, y me mira cauteloso, como si fuera una noticia que no estuviera lista para escuchar.

—Lo sé, papá —bajo la mirada. Lo sé. Y lo he pensado mil veces. Incluso cuando parece que siento algo más por Aaron, me exijo ser realista. Un chico como él no busca una relación seria en una chica como yo, o al menos, de mi edad.

—Tienes diecisiete —murmura, pero alza su voz para enfatizar su opinión— y sé que eres bastante madura para tu edad, pero de todos modos debes tener cuidado —me advierte, esta vez mirándome fijamente a los ojos. Se mueve ligeramente, como queriendo escapar de esta situación incómoda pero anclándose en la determinación con la que empezó a hablar—. Eres joven, Leah, y tienes todo un océano de personas que puedes conocer. No quiero que te pierdas en una relación que pueda quitarte tu futuro —las últimas palabras me toman por sorpresa.

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