6. Embestidas

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En los bosques próximos a Argos, unas sombras voraces se movían rápidas como el viento. Estaban ansiosos, inquietos, más cerca que nunca de cazar finalmente a su presa. La veían en los llanos de la ciudad, arrasando las granjas y cada vez más cerca de chocar violentamente contra Argos misma.

Esa presa era el Toro que la diosa Hera antiguamente había enviado para detener al gigante Orión, porque el último perseguía (en vida y en forma de constelación) a las Pléyades, las hijas del titán Atlas. Orión enfureció de tantas maneras a los dioses que no bastó con castigarle en el firmamento, sino que además nunca podría alcanzar a las Pléyades porque el Toro las defendía. Por eso, lo primero era acabar con él. Sin el Toro de por medio molestando, Orión alcanzaría su objetivo por fin. Ese era el trabajo de los fragmentos de Orión caídos en la Tierra.

—¿Le atacamos ahora? ¿Le atacamos? Dime que lo atacamos —preguntó insistentemente Kariya.

—No. Dejemos que los dioses se queden contentos con el castigo a Argos —sonrió maliciosamente Fudou, de brazos cruzados—. Cuando se vaya de la ciudad le mataremos. Vamos, hay que acercarse.

Fudou abrió camino entre el bosque, bajo una forma humana normal, seguido por sus perros, Shiro y Atsuya Fubuki, y los aprendices de cazador Kariya y Tsurugi. Tener que controlar a cuatro criaturas más violentas e impacientes que él era difícil. Pero como partes del gigante Orión y sus leales perros, todos eran uno y su sincronía nunca fallaría.

Corriendo entre los árboles, los cinco seres celestiales dejaban un rastro nocturno y estrellado en el aire que se difuminaba enseguida (1). Más les valía darse prisa. Era cuestión de tiempo que les descubrieran.

* * *

La marcha había sido lenta, densa, cansada y calurosa, pero los soldados comandados por Kidou habían alcanzado al fin las llanuras cercanas de Argos. Allí, se detuvieron para descansar mientras observaban asombrados y algo aterrorizados que todos los campos estaban arrasados o quemados por el impacto del meteorito. Columnas de humo bloqueaban la vista de la ciudad y enrarecían el ambiente. Al oeste de la ciudad, cerca del bosque, otras columnas de humo más apartadas llamaban la atención. Debían de ser las de los otros tres meteoritos, pensó Hikaru.

—Es horrible... ¿cómo ha podido pasar todo esto?

—Cualquiera que fuera el designio de los dioses, se ha llevado a cabo de la peor manera posible —dijo muy solemne Kirino, tocando la tierra devastada con la palma de la mano—. Los meteoritos se habrán convertido en otras criaturas al impactar. Tenemos que estar atentos.

Toda la formación le escuchó, observando a la vez su alrededor, vigilando que una de esas criaturas no se presentara. Hikaru prefirió quedarse en el centro del campamento de descanso, para tener menos probabilidades de que nada o nadie le hiciera daño.

—Vamos, no va a pasar nada —le intentó tranquilizar Tenma. Hikaru negó con la cabeza y se mantuvo rodeado de veteranos, lejos de sus amigos—. Este chico...

Pasaron una hora descansando hasta que Kidou reorganizó de nuevo los grupos para avanzar hasta Argos. Hikaru vio cómo se acercaba demasiado rápido el momento de entrar en combate no solamente contra Argos y su ejército, sino también con criaturas de orden divino. No podía ponerse peor la cosa.

Y se equivocaba.

—¡Un toro enorme se dirige a nosotros! —alertó Goenji, esperando una orden de su estratega. El más valiente de cada grupo hizo lo mismo.

Hikaru no lo podía ver bien, pero los estrategas se desplazaron todos al lado de los veteranos para verlo mejor: era igual de alto que el edificio del consejo y el triple de largo. Era un monstruo.

Cazadores del Mar Celestial [Inazuma Eleven Go]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora