1. Regresando al mundo real

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Mi vida no era interesante.

O al menos no lo era para la mayor parte del instituto Monnet.

Agraciada con el nombre de Penélope Collins, siempre me había camuflado en los pasillos de la escuela. No tenía mucho que presumir y, de apariencia más bien sencilla y dotada con las habilidades sociales de una babosa, mi nombre, en definitiva, no se repetía entre los estudiantes.

Plantándome en la puerta del salón, me ajusté la correa de la mochila a la vez que le daba un descanso a mis pobres piernas que no paraban de temblar después de haber corrido. A pesar de haber corrido no más de dos cuadras, sentía que había competido en una maratón, no es difícil deducir que mi actividad física era -y siempre será- nula.

Suspirando, llevé los nudillos a la puerta, produciendo un corto golpeteo al cual una maestra, que jamás había visto, no tardó en responder. Abriéndola, me examinó de arriba abajo con notable disgusto que no se preocupó en ocultar, como si además de fea, fuese también ciega y no lo notase.

Sin decir nada más, me dejó pasar.

Como era de esperarse, toda la clase me dirigió la mirada juzgadora habitual de los lunes. Es como si nunca tuviesen nada mejor que hacer; y obvio que no lo tenían. Entre tantos rostros indiferentes, divisé a June, mi mejor amiga, leyendo una hoja apoyada en el escritorio, la cual no tenía más que tres palabras escritas con la caligrafía de un niño de ocho años pero que analizaba con una mueca de estar interpretando jeroglíficos.

Me senté junto a ella.

—Profesora nueva —alcanzó a susurrar.

—¡Oiga! La del fondo. La señorita que llegó tarde. ¿Sería tan amable de decirme su nombre? —cuestionó la profesora de voz rasposa. Era una mujer en sus sesenta, con algunas arrugas delatándole la entrante vejez que parecía querer atenuar con sombras de ojos de colores poco discretos.

—Eh... ¿Yo? Penélope Collins —balbuceé.

Se sintieron algunas risitas infantiles. ¿Madurar? No, claro que no. Mis compañeros de clase no eran tan avanzados mentalmente y eso sería haberles pedido demasiado.

—¿Cómo dijo? —Se encontraba apoyada en el escritorio con una hoja en la mano izquierda, contemplando de modo despectivo lo que se suponía era la lista de alumnos, o quién sabe, tal vez eran los papeles de su divorcio por ser tan odiosa.

—Penélope Collins —repetí.

La mujer fingió no haberlo escuchado a la vez que deslizaba un dedo sobre la página, repasando los nombres uno por uno.

—¿Cómo? —volvió a interpelar la desgraciada como si le gustase verme sufrir diciendo mi nombre en voz alta una y otra vez.

—¡Penélope Collins! —espeté, recargándome en la silla y cruzándome de brazos. La mujer se detuvo y, con un lápiz, hizo una pequeña marca en la hoja, trazando, finalmente, la llegada tarde—. Pero que sorda...

Que igual la próxima clase me aprendía lenguaje en señas.

—¿¡Qué acaba de decir!?

Claro, pero eso si lo escuchaba. De todas formas, no iba a arriesgarme a repetirlo, de modo que tenía la defensa de que, efectivamente, tenía problemas de audición y no había escuchado ningún comentario sarcástico al respecto.

—Profesora, Penélope dijo, y permítame citarla textualmente: "pero que sorda" —corroboró la más aplicada de la clase alzando la mano, dedicándole una sonrisa de suficiencia.

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