29. Club de teatro

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Una hora.

Había esperado una hora.

Aguantando la barriga con el objetivo de que la remera de Becca me entrara.

¿Ya era tiempo de salir?

Asomando la cabeza por el pupitre, me giré hacia ambos costados, comprobando que no había moros en la costa. Me levanté de a poco, temiendo que alguien apareciera de la nada o que los shorts prestados de Becca se me explotaran. Di un par de pasos en puntillas de pie hacia la puerta, sacando solamente la nariz y, luego, atravesándola con cautela.

Caminé con rapidez, inspeccionando todas las vías posibles e iniciando un trote por los pasillos que parecían vacíos, hasta que unas voces lejanas me alteraron. Observando por encima del hombro, divisé un grupo de jugadores de fútbol paseando por los corredores; tal vez habían finalizado el partido.

Aguantando un chillido, me metí en la entrada a mi izquierda, arrepintiéndome en el mismo instante; el club de teatro. Si bien estaba desolado, las torturas psicológicas sufridas volvían a mí como un recuerdo fresco. Sacudiendo las ideas, me adentré, cerrando la puerta y vagando por el salón; estaba con exactitud tal la última vez que lo había visto.

Tomé un libreto que se hallaba sobre la mesa, acercándolo a mi vista con esfuerzo debido a la poca luz e intentando leerlo. Asombrada, abrí la boca en "o", volviendo a repasar la contratapa del guion; el protagonista era Alexander. Sí, el mismo que era un caracol, pero buen actor.

Dios fue justo, le dio la capacidad de actuar, pero no de sentir.

—¡Tú! ¿¡Qué estás haciendo aquí!? —El grito brusco provocó que brinque en el lugar, sujetándome el pecho con fuerza y arrugando la blusa. Me volteé a la dirección de dónde provenía; el escenario a varios metros. Alexander hablaba solo con un libro en mano, extendiendo ambos brazos y gesticulando demasiado.

Se terminó de volver, completamente, loco.

Yo sabía que había algo raro en él.

O tal vez estaba ensayando, el punto es que, al menos, no me había notado.

Trazando una mueca, escondí mi rostro con el libreto, jorobando toda la espalda de modo que sería más difícil distinguir una figura humana y escapé con una suavidad increíble, es decir, alborotada. Sin despegar la vista del suelo, hui atolondrada y choqué con una pared bastante blanda. Levanté la cabeza en seco, bajando las hojas de papel gradualmente y espantándome al ver la expresión de emoción de la profesora Mónica.

—Por favor, no grite —susurré en forma de súplica, por poco y me arrodillaba frente a ella. Mónica asintió comprensiva, colocando una mano en mi cabello y despeinándome.

¿Sabía le definición de espacio personal?

—¡Me alegro tanto de que estés aquí! ¡Becca Jones! ¡Te extrañamos tanto en el club! ¡No entiendo porque no has vuelto! —vociferó Mónica a todo pulmón, con una simpatía indescriptible. ¿Realmente no comprendía por qué evitaba sus clases? ¡La razón estaba frente a ella!

—¿Qué estás haciendo aquí? —repitió la misma frase Alexander más atrás, a una distancia considerable.

Claro estaba que no iba hacia mí.

Ese chico sí que se entrenaba con rigor.

—Le dije que no lo gritara. Hágalo más fuerte que mi vecina sorda no la escuchó —me quejé molesta, conteniendo las ganas de salir corriendo antes de que Alexander descubriera mi presencia—. No quiero que Alexander sepa que estoy aquí.

—Becca, querida. No quiero decírtelo, pero te diré porque soy una persona que cree que los vínculos se basan en la sinceridad y Alexander ya sabe que estás aquí y se está acercando... Viene hacia aquí. ¡Ula Lala! —exclamó arrastrando las palabras a toda velocidad y tomándome de los hombros para darme media vuelta. Alexander se cruzó de brazos, analizándome a través de unas nuevas gafas -cabe destacar que se le rompieron las otras- con su emoción particularmente habitual.

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