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—Tengo que dormir mejor.

Doble D acariciaba la punta de su gorro con suma delicadeza. Acababa de echarse una corta e incómoda siesta.

Haber experimentado en su garaje toda la noche resultó no ser una buena idea. Mejor dicho, no fue nada inteligente, por Dios. Tenía una cara de zombie, ojos rojos, ojeras más grandes que un globo. Tan pronto como terminara con esto, se iría a dormir para despertar el lunes a la mañana. O eso esperaba hacer.

A pesar de ser reconocido por cualquiera que lo conozca, como el chico más honrado, honesto, inteligente, solidario y amable del barrio, Doble D guardaba en su interior un poco de ambición, como todo el mundo. En su caso, su incontrolable pasión por querer saberlo todo: encontrar hechos, crear hipótesis, refutarlas, crear más hipótesis, encontrar una que confirme el hecho, concluir y conservar esa teoría hasta que aparezca un nuevo problema. El bello ciclo del argumento. Como pasatiempo, no había nada más emocionante para este peculiar sabiondo que sumergirse en las profundidades del pensamiento científico y su aplicación en su vida rutinaria.

Sin embargo, no era solo eso lo que lo tenía ahí, atado a una silla, frente a un escritorio repleto de tubos de ensayo, recipientes con soluciones que solo él podría reconocer, y agachando la cabeza cada veinte minutos para echarse una pequeña siesta de cinco minutos. Todo eso tras haberse quedado dormido por gran parte de la noche. Sí, su amor por la ciencia era ya de por sí superior a su fuerza física. Pero el motivo de su arduo trabajo radicaba más en lo que forma su persona. Él estaba haciendo todo eso porque...

«¡¡¡¡Riiiiiiing!!!!»

El pacífico y relajante silencio que reinaba en el lugar hasta ahora fue destruido por aquel ensordecedor ruido. Un adormecido Doble D se sobresaltó sobre su silla, casi tirando un vaso vacío que tenía a mano.

Se levantó de su asiento y se dirigió a la sala, preguntándose quien lo llamaría un viernes a las nueve de la mañana. Ese día había sido feriado, por lo que supuso que todos estarían aprovechando ese tiempo para hacer lo que haría cualquier estudiante una mañana en la que no tiene clases: dormir.

Levantó el teléfono.

—¿Hola?

—¡Doble D, esto es terrible! —Se escuchó desde la otra línea la desesperación de Ed, uno de sus mejores amigos—. ¡Algo malo acaba de ocurrir!

Ed era especial. Doble D sabía que un amigo así valía mucho, porque pese a su no muy desarrollada astucia, la inocencia de un niño y la nobleza de alguien humilde predominaban en su personalidad, y él sabía que no había muchas personas en el mundo así.

—¿Perdiste de nuevo tu cohete investigador de las órbitas planetarias modelo N°2 escala 130-2? ¿Ya revisaste debajo de tu colchón? Los cinco reinos podrían convivir ahí.

—No amigo, es algo mucho peor. Siento que pierdo el aliento. ¡Ven de inmediato!

Doble D dio por hecho que lo que fuera que pasase, no iba a decírselo por teléfono. Así que no preguntó más.

—De acuerdo, mantén la calma. Voy para allá Ed. —Sin perder más tiempo, colgó el teléfono y salió de su casa.

Era una agradable mañana de primavera. Había unas pocas nubes flotando a la deriva. El sol se asomaba tímidamente por una de ellas. Los pájaros cantaban y un par (o una manada) de perros hablando entre sí en su idioma podían escucharse de algún lugar a menos de un kilómetro.

Como era de suponer, no había nadie en la calle. Y para Doble D eso era natural: después de una corta pero intensa semana de clases, en donde tuvieron exámenes los cuatro días, casi sin tener tiempo de estudiar para el día siguiente, no sería extraño que los demás se despertaran a las once o a las doce del mediodía.

El ladrón de Peach Creek [Ed, Edd & Eddy][+13]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora