El día de Noche vieja la silla vacía de Felipe volvió a recuperar el protagonismo en mi casa. Javier, como es natural, cenó con su familia. Y desde el día de Noche buena, Alexei simplemente desapareció. Esperaba que me pusiera algún mensaje para interesarse por mí, después de la abrupta despedida de la cena, pero no ha dado señales de vida, ni ha respondido a mis llamadas o mensajes. Ya me lo ha hecho antes, pero esta vez es peor. Uno no puede sentarse a cenar con una chica, sus padres y su mejor amigo, en una fecha señalada, como si ese encuentro fuera importante, como si fuera el primero de muchos, para después desaparecer como la llama de una cerilla, intensa y rápidamente. Esa misma noche, una hora después, mi móvil pitó. Me había llegado un mensaje. Lo cogí con rapidez, con el corazón en un puño, pero era de Javier, un whatsapp. Tuve que chatear con él un buen rato hasta que se quedó tranquilo, hasta que logré convencerle de que simplemente me había sentido mareada, y que por eso mismo no me vi con ánimos de despedirme. Aunque Javier sabe de mis problemas desde la muerte de mi hermano, nunca le he explicado con detalle lo de mis ataques de ansiedad. Además, lo último que necesitaba esa noche era inspirar lástima. Ya era todo suficientemente triste. Me tomé dos de mis pastillas y me senté en el sofá con mi madre a ver Qué bello es vivir, película que nos encanta y que por muchas veces que la pongan en la tele, somos incapaces de dejar de ver. Mi madre se quedó dormida a mi lado, con la cabeza recostada en el respaldo del sofá y la baba cayéndose por el cuello de la elegante camisa de las fechas señaladas. Y aunque me tranquilizaba estar junto a ella, no podía dejar de mirar la pantalla del móvil. Pero fue en vano. Javier fue el único que, esa noche, quiso asegurarse de que yo estaba bien. No podía dejar de darle vueltas al silencio de Alexei. En las largas horas que transcurrieron desde el final de la cena hasta que por fin me venció el sueño, di con muchas excusas. Que se había quedado sin batería, la primera. Que quizá se le había caído el teléfono por la calle y estaba incomunicado. Que pensó que el pitido podría despertarme y que seguramente necesitaba descansar. Que alguien le habría robado el móvil. Que se había quedado sin saldo...
Ninguna de estas razones consiguió aplacar la inquietud, el mal augurio que me generaba su silencio. Finalmente logré dormirme poco antes del amanecer del día de Navidad. Por supuesto, mi pensamiento nada más abrir los ojos fue para él, pero en el teléfono solo había un nuevo whatsapp de Javier. «Buenos días. Espero que ya estés bien del todo. Feliz Navidad» y un emoticono sonriente con gafas de sol y otro de un Papá Noel. Me acerqué al árbol, donde había dos regalos para mí; casi lo había olvidado. Mis padres estaban desayunando en la cocina, y al verme pasar hicieron lo que hacen siempre y se les da muy mal: fingir que no están preocupados cuando más lo están. Mi madre me ofreció un café y un trozo de roscón de reyes y, aparentando entusiasmo, abrí los regalos. Un parde zapatillas de andar por casa (está claro que mis padres saben que no tengo un espíritu muy aventurero y que los confines de mi reino acaban en el felpudo del rellano) y un ejemplar de Noches blancas, de Fiódor Dostoievski, en una bonita edición con tapas duras. Les di lasgracias y comencé a leerlo, aunque me costaba mucho concentrarme. Además, notaba sus miradas sobre mis gestos, sobre mi postura, mi respiración. El escrutinio de mi palidez, los dos pensando cuántas horas habría dormido, si era necesario que tomara más pastillas, si debería cambiar de terapeuta, si sería capaz de ser feliz cuando ellos faltaran.
En los siguientes días la esperanza de que al teléfono de Alexei le hubiera sucedido algo tras la cena de Noche buena se fue diluyendo lentamente, hasta llegar a la certeza de que simplemente no le interesaba que yo estuviera bien o mal. Pasados unos días, mi madre empezó con una batería de preguntas sobre él. Yo, que ya asumía que su silencio era voluntario, le eché una mirada tan hostil que ella se dio cuenta en ese instante de que no era un tema del que quisiera hablar. Así que de repente, la sensación de que Alexei nunca había pisado mi casa, que nunca había existido tal cena, se volvió muy real, ya que mi madre le hizo saber a mi padre que se había convertido en un tema delicado y proscrito. Javier no tardó en asociar mi tristeza a Alexei, y me costaba mantener mi desconcierto en secreto. Él pensaba que algo se había torcido entre ambos, pero la idea de preguntar qué había sucedido le incomodaba. Pero supongo que mi cara de funeral era como un libro abierto y por fin un día se decidió a hacerlo.—Es que no lo entiendo —fue lo primero que dije. Y después, como si hubiera frotado la lámpara, salió el genio que había estado reprimiendo todos esos días, a medida que iba haciéndose más evidente que Alexei había desaparecido de mi vida, sin dejar rastro, razón o despedida. Javier me escuchó asombrado.—No entiendo nada. Si ese chico acepta conocer a tus padres el día de Noche buena, y después desaparece como si nunca hubiera existido, es que está loco —sentenció.
«Yo tampoco estoy muy cuerda —pensé— y no por ello le doy la espalda a nadie», y desde luego hubiera preferido arrancarme un brazo a perderle de vista. Por supuesto, esto no lo dije. Pero me alivió mucho que Javier tampoco le encontrara explicación.
En alguna de las muchas horas que dediqué a pensar en la desaparición de Alexei, llegué a la conclusión de que era culpa mía, que sin mi ataque de ansiedad en la cena, quizá todo habría seguido un curso normal, como si ese hecho pudiera ser interpretado por él como un desprecio, como una señal de rechazo. Al final mi teoría acabó cayéndose por inconsistente, como el resto de todas las excusas que una por una habían ido debilitándose con el mero hecho de analizarlas con un poco de lógica.—Eres estupenda. Y si no lo ve, cuanto antes le pierdas de vista, mejor —dijo, y sé que quería que me sintiera bien, pero esas palabras tuvieron el efecto contrario. Ya no quise hablar más del tema, y le pedí a Javier lo mismo que le había pedido a mi madre: que nos comportáramos como si Alexei nunca hubiera existido.
ESTÁS LEYENDO
ANOCHECE EN LOS PARQUES - ANGELA ARMERO
Teen FictionLa vida de Laura no es fácil. Cuando su hermano murió súbitamente dos años atrás, su mundo se hizo añicos. Entonces empezaron las visitas al psicólogo, las píldoras, la sobre protección de sus padres y, lo peor de todo, el bullying en la escuela. Si...