El puente Carlos Alexei insiste en que la única manera de disfrutar de verdad del puente Carlos es visitarlo al amanecer. Tras algo de empeño, me confiesa que él, en los dos meses que lleva en la ciudad, aún no ha madrugado para verlo. Lo ha visitado como todo el mundo, envuelto en una masa entusiasta que grita y se hace fotos con todas las estatuas, ante la panorámica de río abajo y la panorámica de río arriba. Tenemos muy poco tiempo para desayunar, pero yo soy incapaz de tomar algo más que el café con leche. Me pregunta qué me pasa, y yo le digo que nada. Apenas he dormido, mientras las horas pasaban por encima de nosotros, abrazados en la cama. Intentaba retener el olor de su piel, el tacto de su pelo, el ritmo de su respiración. Afortunadamente, a las seis y cuarto de la mañana no hay casi nadie por las calles de la Ciudad Vieja. Aún es de noche y la temperatura apenas alcanza un grado, por lo que caminar con rapidez es casi un instinto. Tras recorrer Staré Město a buen paso para no quedarnos fríos, aparece ante nosotros la torre de la Ciudad Vieja, a través de cuyo arco se entra en el puente Carlos. Alexei me coge de la mano y la atravesamos. El puente se extiende ante nosotros. El sol está a punto de salir. Las farolas están aún encendidas y su reflejo rebota en los adoquines que conducen, desde hace siglos, de la Ciudad Vieja a la Ciudad Pequeña. El viento silba en nuestros oídos; el agua del río baja serena pero su caudal resuena por todas partes. Nos situamos en la mitad del puente. Alexei señala un punto en el cielo, hacia el lugar en el que comienza a clarear el horizonte. Nos abrazamos y contemplamos cómo el sol se eleva desde el perfil de los palacios, las casas y las torres, rasgando con su ascenso el cielo purpúreo y tachonado de nubes. Los edificios se prenden de un tono dorado, como bombillas que fueran encendiéndose una a una. Cuando el astro termina de salir por completo cabeza está rodeada de un halo de cinco estrellas de oro. —Este es el patrón de los checos. —Ah, qué bien. ¿Y qué le pasó? —pregunto. —No sé qué hizo, pero le tiraron al río. Nos reímos. —Dicen que quien frota la base de su estatua, vuelve a Praga. Yo pongo mi mano en el frío metal. Él hace lo mismo. Mantenemos las manos, una sobre la otra, unos cuantos segundos, hasta que él se vuelve hacia mí y me mira a los ojos. Intento no llorar mientras me acaricia el pelo. —No te preocupes. Si lo dicen, tiene que ser verdad —afirma él, aunque sus ojos también brillan. Las campanadas de la torre dan las siete de la mañana. —Mi padre está en un hotel, esperándome, al otro lado del puente. Él me mira sin decir nada; simplemente, asiente, comprensivo. Le explico que tras nuestra conversación les llamé diciéndoles que estaba bien y que muy pronto volvería a casa. Pero que mi padre ha decidido venir a buscarme y que, de hecho, ha pasado la noche en la ciudad esperando a reunirse conmigo, porque yo le he pedido que espere unas horas más. —Tienes mucha suerte —dice Alexei—, y yo no quiero que la pierdas. —Nos hemos conocido antes de tiempo. Alexei mira al cielo, que ahora se está cubriendo de nubes por encima de nuestras cabezas; el puente y sus silenciosos habitantes se sumen por un instante en la penumbra. —Sí. O quizá no. Quizá seamos el uno para el otro algo muy importante. La razón para luchar contra nuestros problemas. ¿No lo has pensado? Yo le digo que sí. Pero que me queda mucho camino por recorrer. Tengo que seguir con mi tratamiento, terminar el instituto, estudiar una carrera, encontrar un trabajo, algún día independizarme de mis padres... pero que todas esas intenciones carecen de valor si no logro vencer el miedo que condiciona todos y cada uno de mis pasos.
—Estás aquí. Deberías sentirte orgullosa de lo que has logrado —me dice. —No lo hubiera conseguido sin ti. Por un momento no hablamos. Alexei está pensando, seguramente, en el camino que le espera a él. El suyo también es largo y complicado. Y además, él está solo. —No puedo ir contigo a Viena, ni a París —le digo—, pero me gustaría que hiciéramos un viaje distinto. —¿Cuál? —Un viaje en el tiempo. Te propongo que nos encontremos en este puente dentro de diez años. Al amanecer, por supuesto; si no madrugas, me voy, y no me volverás a ver. Me mira, entre contento y sorprendido; no sabe si estoy de broma. Se ríe y me revuelve el pelo. —Lo digo muy en serio —insisto. Alexei toma aire, mirando cómo baja el agua, como si contemplara su propio interior, los pensamientos que discurren en su mente, en todas las direcciones, en círculos concéntricos. —Dentro de diez años yo seré Juan —dice con firmeza— y tú serás quien quieras ser. Y podremos estar juntos y hacer lo que nos dé la gana. —Me sonríe, aunque le cuesta mucho. —¿Me esperarás? —pregunto. —Te esperaré siempre. Acerca mi rostro al suyo con las dos manos y nos besamos, apretándonos mucho el uno contra el otro, las caras húmedas, los ojos cargados y las bocas curvadas por la pena. Nos separamos, pero nuestras manos siguen unidas; ninguno de los dos se ve con fuerza para soltarlas. Me libera por fin y se da la vuelta. Se marcha caminando con rapidez, en dirección hacia Staré Město. Su silueta, oscura como las estatuas del puente, se va haciendo pequeña. Antes de cruzar el arco de la torre por la que hace unos minutos hemos entrado juntos, se vuelve y me sonríe; yo hago lo mismo, y poco después le veo desaparecer por completo entre las calles. Casi puedo oír el ruido de mi corazón al romperse. Respiro profundamente. Las nubes tamizan la luz del sol, confiriéndole al lugar un aspecto fantasmagórico e irreal. Las mil torres de la ciudad se clavan en la niebla, y yo tengo que regresar a un mundo en el que Alexei ya no está. Cruzo el puente. —Volveré —le digo al viento, y me dirijo hacia Malá Strana.
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ANOCHECE EN LOS PARQUES - ANGELA ARMERO
Teen FictionLa vida de Laura no es fácil. Cuando su hermano murió súbitamente dos años atrás, su mundo se hizo añicos. Entonces empezaron las visitas al psicólogo, las píldoras, la sobre protección de sus padres y, lo peor de todo, el bullying en la escuela. Si...