6. La primera noche

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  Me hicieron sentar en una sala de espera que había en la entrada. A cada lado, un policía. La comisaría era bastante nueva, y la luz blanca y cruda de los neones, sumada al fulgor de las paredes, hacía daño a los ojos. Había mucho trasiego de gente entrando y saliendo, voces, teléfonos sonando, incluso alguna radio. Los agentes no decían nada, y apenas me miraban. Al entrar, uno de ellos me había quitado la bolsa de deportes, y el otro me había pedido que me sentara allí, en la salita previa. Era curioso su lenguaje educado y respetuoso. Me había tratado de usted y se había expresado con mucha corrección, pero al mismo tiempo su tono era inequívocamente hostil. Poco después había aparecido el otro agente y se había sentado junto a mí. Los dos consultaban su móvil mientras yo esperaba sin saber qué hacer o qué decir. Pasaron varios minutos, no sabría decir cuántos, hasta que por fin una puerta se abrió y los dos me acompañaron al interior de una amplia estancia, llena de más policías, la mayoría uniformados, trabajando con sus ordenadores. La señora de la cara de perro pequinés no estaba por allí, lo que me alivió. Me hicieron sentar a una mesa frente a una mujer uniformada de unos treinta años, de gesto muy serio, y se retiraron. La mujer me pidió mi documentación. Le dije que me la habían robado. —Qué conveniente. Le di los datos que me solicitó. Al ver que tenía la dirección en otra comunidad, preguntó si quería que llamara a mis padres para que fueran a buscarme. —Puede llamarles, pero no creo que les encuentre —dije, sin dar más explicaciones—. Además, soy mayor de edad. En su lenguaje riguroso y educado pero también indiferente, la policía me dio los detalles del atestado que había redactado con mi acusadora como testigo. —La señora Carmen López dice que usted le ha sustraído una bolsa de comestibles valorada en quince euros y además la suma de veinte euros, que habría retirado de su cartera. Me quedé alucinado. —He cogido la bolsa amarilla. Pero no he robado dinero. Los veinte euros eran el pago de cuatro horas de trabajo haciendo de anuncio humano y repartiendo publicidad... La policía me miró sin entender. —Compro oro —puntualicé. Asintió. —Eso no es lo que ella dice. La señora que le acusa afirma que estaba cerrando su oficina y que usted se coló en el local, le robó la bolsa y le cogió un billete de veinte euros de la cartera mientras ella estaba distraída hablando por teléfono. —Eso es mentira. Puede preguntarle al quiosquero, él me habrá visto toda la tarde dar vueltas frente a él... De repente me pareció ver una mirada comprensiva en los ojos de la mujer. —Sí, pero ya has admitido el robo de la bolsa. Si dices que no has robado ese dinero, tienes todas las de perder. Eso solo hará que el juicio sea más largo y complicado... —¿Juicio? —Juicio de delitos leves. —¿Por robar unas galletas y un refresco? La policía liberó un suspiro. A ella también le parecía estúpido, aunque no lo dijera. Me explicó que antes esos hurtos inferiores a cuatrocientos euros eran considerados una falta, pero que en el nuevo código penal eran delitos leves y que me quedaría reflejo de ello en forma de antecedentes penales en el futuro. —No quiero admitir una mentira. Ella me ha pagado por llevar ese cartel y ahora pretende quedarse con el dinero. —Puedes escuchar mi consejo o hacer lo que quieras —dijo, y me gustó que me tuteara. Después se me quedó un rato mirando, hasta casi incomodarme. Yo también la observé a ella. —No pienso decir que lo robé. Es mentira. Ella es la ladrona. Además, me ha hecho trabajar sin contrato. —No deberías haberlo hecho —me dijo. —Me robaron la documentación y todo el dinero que tenía y necesito trabajar. —Trabajar gratis es algo estúpido, pero no es ilegal. Así que aunque tengas razón... da igual. Hubo un momento de silencio. Nunca había estado en esa situación. Me empezaba a faltar el aire. De repente sentí ganas de beber, como hacía con Fátima, una copa tranquila en medio de una agradable charla. —Entonces, lo niegas. —Sí. —Te han incautado la bolsa de comida y los veinte euros.

—¿Y no me los van a dar? Los euros, digo. —Se decidirá en el juicio. Están consignados a la espera de la resolución judicial. —O sea, que me los quitan. —De momento, sí. La policía siguió mirándome. —No te pega nada estar aquí. ¿Qué hacías robando? Me di cuenta de que no había buena respuesta a esa pregunta, así que no respondí nada. Ella se puso a teclear con rapidez. Enseguida me tendió unos folios impresos. —Revisa tu declaración y firma. —¿Me van a llevar a un calabozo? —No. Leí mi declaración, que contradecía a la de la señora con cara de perro pequinés, y firmé. —Recibirás una citación para el juicio de faltas en la dirección que me has dado. Le pregunté cuándo llegaría, pero ella no supo contestarme. Podía ser un año, o seis meses. «Estupendo —pensé para mis adentros—. Prueba a escribir a casa de mis padres, a ver qué pasa.» —¿Puedo marcharme? Me dio permiso para irme pero me preguntó si no quería recuperar antes mi bolsa de deporte. Cuando asentí, la mujer se levantó y desapareció. Cerré los ojos, deseando poder dormirme y levantarme en mi habitación, en casa de mis padres, el día antes del accidente. Pero no funcionó. La policía volvió. Me dio mi bolsa y me pidió que comprobara a ver si estaban todas mis pertenencias. —Todas, salvo los veinte euros —dije. Después abrió un cajón de su escritorio y sacó dos bollitos envasados en plástico. Los empujó hacia mí. Los miré sin hacer nada unos segundos, hasta que los guardé en mi bolsa, avergonzado. Después, colocó un billete de veinte euros en la mesa.

—Te he visto al cruzar la plaza, cuando empezaba mi turno —dijo. Alargué la mano, hasta que me di cuenta de lo que eso significaba. Sentí que los dedos se me congelaban antes de poder tocarlo. —No quiero limosna —repuse—, no soy un mendigo. La policía se levantó, al tiempo que cogía una cajetilla de tabaco y un encendedor de su mesa, y me dejó allí, a solas con el billete. Me senté en un banco a comer los dos bollos junto a una botella de agua que había comprado en una tienda de chinos, con mi único billete. Eran dulces industriales, saturados de azúcar, pero me supieron algo amargos. Sin embargo, mi cuerpo reaccionó a la entrada de ese combustible, y casi al instante, me pareció que mi situación no era tan grave. Me convencí de que podría conseguir más trabajos como el de aquella tarde, y que antes o después conseguiría recuperar el control de mi vida. Me imaginaba contando a amigos que aún no tenía el relato de mi llegada a Madrid, con todo lujo de detalles, una épica patética, en una aventura tan triste como humorística en la que la señora con cara de pequinés, su vieja oficina, el cartel de COMPRO ORO y mi paso por la comisaría se convertían en una anécdota divertida que les haría reír por lo absurda que era. Aunque, por otro lado, sentía vergüenza. Quería que el tiempo pasara, que lloviera encima de aquella noche, que arrastrara su recuerdo y que me condujera a un lugar diferente en el tiempo, para poder reírme del día que había vivido. Pero esa magia, lógicamente, no se obró. Eran ya casi las doce, y seguía sin saber dónde iba a pasar la noche. Ahora tenía diecinueve euros con veinte céntimos, y desde luego gastarlos en una pensión o similar (ni siquiera sabía si me alcanzaba con esa cantidad) no se me pasaba por la cabeza. Me puse a caminar, para entrar en calor y para ver si en movimiento lograba decidir el destino de mis pasos. A pesar de mi ataque de confianza inducido por el azúcar, me notaba los pies ligeros, casi tanto como la cabeza. Me sentía ansioso, preparado y dispuesto a salir huyendo, aunque no hubiera de qué. Al final decidí invertir un euro con cincuenta en un billete de metro y me fui al aeropuerto, era un viaje largo pero me pareció que era una buena opción. Cuando llegué allí, aún había muchos viajeros yendo de un lado a otro, y podía oír los reactores de los aviones. Caminando entre la gente con mi bolsa de deportes tenía toda la pinta de ir a algún sitio. Me senté frente a un ventanal y vi cómo un avión se deslizaba por la pista cada vez con mayor rapidez hasta levantar el vuelo, dejando una estela química a su paso, y deseé con todas mis fuerzas estar en su interior. Nunca había cogido un avión y me dije a mí mismo que pronto lo haría. Después se me cerraron los ojos. Los abrí un par de horas más tarde. El bullicio anterior era ahora un silencio amortiguado por el ruido de la climatización y de las máquinas de bebidas, por el tenue zumbido de los neones. Una mujer que pasaba una mopa por el suelo me dedicó una mirada de lástima que al principio me descolocó. Después miré a mi alrededor y vi a los habitantes del aeropuerto, los que no van a ningún sitio. Algunos tenían todo el aspecto de ser indigentes (grandes bolsas, barbas tupidas espesadas con suciedad, ropas raídas) y otros, en cambio, mantenían un aspecto digno y cuidado, dentro de las circunstancias. Había por la zona tres o cuatro hombres y alguna mujer. Los había que dormitaban tumbados en el suelo, sobre una esterilla o manta, y los que, como yo, disimulaban descabezando un sueño en las sillas. Quizá haya una relación directa entre tu forma de pasar la noche en un aeropuerto y tus esperanzas de dejar de hacerlo pronto. Saqué mi móvil. Cero llamadas, cero mensajes. Lo puse a cargar en un enchufe. Mi cordón umbilical hacia la nada. Por si acaso. Unas horas después vi el amanecer, y ya iban dos seguidos. El sol se alzaba proyectando y alargando las sombras de los majestuosos aviones que darían la vuelta al mundo, llevando a pasajeros llenos de planes, negocios y sueños, y yo me quedaría en tierra. «No será para siempre», pensé. Recordé a mi abuela, diciendo que la esperanza no costaba dinero. Me pareció una frase tan estúpida como reconfortante, y me dormí un rato más.

ANOCHECE EN LOS PARQUES   - ANGELA ARMERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora