17. La cena

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 La mesa está puesta para una ocasión especial. Son las nueve menos cuarto. Y yo me he cambiado de ropa cinco veces. Mi madre revolotea entre la cocina y el comedor, estancia de la casa que casi nunca usamos. Pide mi ayuda sin parar, y mi padre está mirando el horno, donde el cordero, que se cocina lentamente, ha ido adquiriendo una costra dorada; las patatas a su alrededor, también. Pero yo sigo mirándome en el espejo, con una pregunta asomada a los ojos: «¿Esto va a suceder de verdad?». Me resulta irreal que en pocos minutos vaya a sonar el timbre y Alexei se vaya a sentar a la misma mesa que Javier y que mis padres. Se me forma un nudo en el estómago imaginando posibles conversaciones tensas, o preguntas inadecuadas, o simplemente silencios incómodos. Yo no soy la persona más extrovertida del mundo, mis padres hacen lo que pueden... solo Javier es una persona desenvuelta, pero no hace falta ser muy perspicaz para saber que no le tiene demasiado aprecio a Alexei. Y, mientras tanto, intento respirar, que a veces es lo más difícil de todo. Por supuesto, soy incapaz de domar el flequillo, que en fechas especiales siempre reclama su protagonismo. No sé si pintarme los labios, porque comiendo me dura dos segundos, y se quedará en la servilleta, en la copa, en cualquier sitio menos en la boca... Normalmente el aroma de la cena de Nochebuena es suficiente para abrirme el apetito, pero hoy tengo el estómago cerrado, mientras varios pensamientos cruzan por mi mente, como estrellas fugaces que van de un lado a otro. ¿Y si no viene? ¿Y si mi familia no le gusta? ¿Y si no sé comportarme con naturalidad ante él? ¿Y si me pongo muy nerviosa? ¿Y si la cena es un desastre? Suena el timbre. Me apresuro a salir del baño, y llego justo antes de que mi madre pueda abrir. Mi padre sale de la cocina. Los tres nos miramos, los tres en tensión. Tomo aire y abro la puerta. Pero no es Alexei, sino Javier, y lleva una botella de cava. —Bienvenido.
—Gracias.
¡Qué bien huele! Mis padres le saludan y le invitan a una cerveza, pero solo porque es Nochebuena. Ese tipo de actitud jovial y de camaradería que tiene mi padre con él normalmente se me atraganta, pero esta noche estoy demasiado distraída para que eso me irrite. Javier me mira afable, pero no hace ningún comentario sobre mi aspecto. Nuestra última conversación fue algo tensa, pero este no es el momento para recordarlo; inteligentemente, decide dejarlo pasar, y yo también. Sin ningún tipo de timidez, coge una silla y se sienta en la cocina, dispuesto a ayudar a mi madre y a amenizar la observación del cordero que está llevando a cabo mi padre. Por un momento, él parece más cómodo que yo en mi propia casa. Javier y mis padres hablan de banalidades. Del frío, de los menús que se sirven esta noche en las casas, de la compañía que tienen esta noche en su mesa, de los gastos y el consumismo desaforado de estas fechas, de lo pronto que se ponen las luces navideñas en la ciudad... Yo no sé qué hacer. No puedo sentarme con ellos, me paseo de un lado a otro, compruebo el móvil, vuelvo a pasar por el baño a examinar mi aspecto, valorando si debería haberme puesto otra cosa, cuando alguien llama a la puerta. Mi padre sirve el cordero. No tenía ni idea de cómo sería Alexei socialmente, pero demuestra tener el mismo don de gentes que Javier. Desde que la cena ha empezado, los dos sostienen un duelo de caballeros, en el que mantienen el rumbo de la conversación, entre anécdotas, observaciones ingeniosas y reflexiones sobre la actualidad y sobre las fechas navideñas... Parecen sincronizados, como dos jugadores de fútbol que se hubieran compenetrado para no dejar caer la pelota ni un momento. Mi madre les mira, feliz de escuchar a dos chicos tan amenos e ingeniosos, tan animados. Me pregunto si la imagen es demasiado evocadora para ella. Los ojos le brillan, y no sé si de tristeza o emoción. Probablemente, las dos cosas. A mí también me hace recordar otras cenas, otros tiempos mejores. Alexei está en la silla en la que habitualmente se sentaba mi hermano. Para mí es imposible imaginar que no es él, porque no puedo pensar en otra cosa que no sea en Alexei, pero quizá para mi madre sea tentador entornar los ojos y fantasear con que su hijo ha vuelto a casa. Mi padre, aunque intenta aparentar una pose más seria, también está muy interesado en su charla. Los dos tercian de vez en cuando, pero son Javier y Alexei quienes dirigen los tiempos y las risas, y aunque son amables el uno con el otro, un cierto de aire de rivalidad parece palparse en el ambiente. Y en medio de sus voces y de sus elocuentes representaciones estoy yo, comiendo a bocados pequeños, sin apenas poder creer que esto esté sucediendo y que, además, esté saliendo tan bien. Pero a partir de cierto momento me canso de atender su conversación y sus modos de pavos reales, y me concentro en retener todas las imágenes que puedo de Alexei. Se nota que sus padres eran diplomáticos, sus modales son exquisitos. Desde la forma en la que se seca la boca en diagonal con la servilleta, que deja caer con elegancia en su regazo, hasta la distancia perfecta entre el plato y su cabeza, que mi padre, por ejemplo, no contempla; él siempre se inclina demasiado hacia la comida, cosa que a mi madre y a mí nos saca de quicio. Alexei se dirige a mis padres y a Javier llamándoles por su nombre, no deja de halagar la comida, la bebida o la decoración del salón. Solo puedo reconocer al mismo Alexei que yo conozco en sus ropas negras, las de siempre, y las botas que suele llevar, bastante desgastadas, y en los destellos de humor e ingenio habituales. Mientras habla y habla, contesta a Javier o a mi padre, o plantea con desenvoltura un nuevo tema de conversación, me fijo en sus manos, las manos que me han acariciado, en los labios suaves y carnosos, en el azul del iris de sus ojos que a la luz de las velas parece más cálido y verdoso. Por un momento, estoy tan concentrada en observarle, me siento tan subyugada por su presencia y por su forma de hablar, que es como si yo hubiera desaparecido, como si ya no estuviera aquí. Le miro sin pestañear y sin moverme, como quien acecha a una criatura salvaje y teme que el menor ruido la pueda poner en fuga. —Laura. ¡Laura!
—¿Qué?
—Estás pasmada, hija. Saca el postre.
Me dirijo a la cocina, aunque mis pasos son ligeros. Apenas he bebido en mi vida, porque la medicación no me lo permite, pero la sensación debe de ser parecida, como tener alas en los pies. Abro la nevera y saco el tiramisú casero que ha preparado mi madre, cuyos pasos resuenan tras los míos. Ella entrecierra la puerta de la cocina, y veo por su sonrisa que Alexei también la ha desarmado a ella. —Hija, ¡qué chico tan estupendo! ¡Qué amable, qué bien educado... y qué guapo!
La miro sin saber qué decir. Por supuesto es todo eso y mucho más. Pero de repente, me encuentro mal. Tengo la sensación de que algo va a suceder, y aunque intento distraerme, no puedo dejar de pensar en ello. De que no me merezco a Alexei, ni a Javier, ni a mis padres; de que la euforia solo puede ser falsa, de que el golpe que me suele derrumbar en los días más señalados o felices está a punto de caer. Me sudan las manos. El corazón está desbocado. He perdido el aliento. Mi madre me ve, ya me conoce. Coge la fuente de mis manos y la deja en la mesa.
—Respira, hija, no pasa nada. Respiro. Me conduce al fregadero y me moja la nuca. Me siento y ayuda a inspirar y espirar en una bolsa.
—Si quieres les digo que se vayan.
Yo suelto la bolsa.
—Ya estoy bien.
—Son demasiadas emociones. Creo que te vendría bien relajarte un poco.
—Por favor, no les digas nada. Me levanto pero regresa la falta de aliento, la luz me hace daño en los ojos; estoy aturdida y mi madre me ayuda a volver a sentarme. La habitación comienza a dar vueltas. No soy capaz de salir otra vez al comedor, sonreír como la ganadora de un concurso de belleza, sentarme entre Alexei y Javier, comer el postre como si tal cosa, y brindar por lo que sea que haya que brindar. Es difícil comportarse así cuando tu cuerpo te dice que te estás muriendo. Aunque sea mentira, la sensación es tan real que no puedes desactivarla sin más. —Quédate aquí. No te preocupes, ¿vale? Les diré que estás un poco mareada y que te quieres acostar.
—Pero...
Mi madre me mira, pero mis protestas son débiles, quedan ahogadas en mi garganta, incluso antes de poder salir. Me siento a la mesa de la cocina y bebo agua mientras sigo haciendo respiraciones profundas. Desde allí, oigo la conversación de despedida. Las voces de ambos, las amables expresiones de sorpresa y preocupación, las excusas poco convincentes de mi madre, los agradecimientos, los buenos deseos y los besos y abrazos de rigor. Se marchan juntos, la puerta se cierra tras ellos. Hinco la cuchara en el tiramisú, y su sabor dulce se junta con el salado de las lágrimas que me resbalan por la cara. La muñeca siempre se rompe cuando el juego es más divertido. Mis padres entran. Él me trae el pastillero. Ella me acaricia la cabeza.
—Veremos un poco la tele, ¿vale? Y cuando estés tranquila, te vas a tu cuarto.
—Vale —musito débilmente. La casa vuelve a estar vacía de vida y de voces. La pesadez vuelve a reinar en el ambiente. Solo los restos de comida y las velas aún encendidas en el comedor son prueba de la algarabía que reinaba minutos atrás. Algún día me gustaría ser normal.   

ANOCHECE EN LOS PARQUES   - ANGELA ARMERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora