¿Supongo que debería empezar diciéndote que no me llamo Alexei. O al menos, no es ese el nombre que figura en mi documento nacional de identidad. No es el nombre que me dieron mis padres, pero sí con el que me siento más identificado. Ya hablaré luego de esto. Hay otras mentiras que he de aclarar ahora mismo. Mis padres no eran embajadores de la República Checa en España. De hecho, no eran diplomáticos, ni nada remotamente parecido. Mis padres se llamaban Antonia y Fernando, y tenían una zapatería en un pueblo a unos 70 kilómetros de Barcelona, llamado Súria. Allí todos me conocían por mi nombre. Juan, Joan o Juanito. Mis padres, en eso sí he dicho la verdad, murieron. Pero no fue hace mucho tiempo, como te dije, sino hace dos años. No se cayó el avión en el que volaban, de hecho en mi familia rara vez hemos viajado en otra cosa que no fuera autobús o coche, ocasionalmente en tren. En el verano de 2014, nuestro coche se salió de la carretera cuando íbamos a pasar unos días de vacaciones en Cadaqués, un pueblo de la Costa Brava. Ellos murieron y yo salí ileso del accidente. Si cierro los ojos todavía puedo ver la carretera serpenteante a la orilla del mar, las agrestes formaciones rocosas contra las que se lanzaban las olas, el cielo azul, rivalizando en intensidad con el color del Mediterráneo... y poco después el impacto, las vueltas de campana, quedarme inmóvil esperando el golpe definitivo o la revelación siguiente de estar vivo o muerto. Mis padres no eran gente muy sofisticada, pero sí me inculcaron la importancia de una buena educación y me animaron a leer desde que era muy pequeño. Intuían que el negocio familiar me provocaba una fiera indiferencia y creo que pensaban que yo podría llegar lejos si estudiaba una carrera, porque sacaba buenas notas, me expresaba razonablemente bien y mis profesores solían decirles que yo poseía unas facultades muy superiores a la media, a pesar de mi timidez. En el instituto no tenía muchos amigos; uno o dos a lo sumo. Me complacía estar en compañía de mis libros, en eso tampoco te he mentido, y ya me resultaba relativamente tedioso soportar la amable vulgaridad de mis padres. Me avergüenzo de haberme avergonzado de ellos. Tenía el hábito de soñar despierto con pertenecer a otra familia, quizá la de un selecto escritor o brillante arquitecto, y poder así rodearme de personas tan cultivadas como yo aspiraba a ser. Quizá ahora estés pensando que por eso me he inventado a mis padres ficticios, pero no solo lo he hecho por esnobismo. Como te digo, me siento muy mal por haber tenido esas fantasías en el pasado. Daría lo que fuera por seguir siendo el hijo leído y presuntuoso de un par de comerciantes de pueblo. Les echo mucho de menos. Me dieron un hogar, me hicieron creer que podría conseguir todo lo que me propusiera, y casi logran convencerme de que ellos eran indignos de tener un hijo como yo. En estos años he conocido muchas personas, de tipo muy diverso. Algunas de ellas tan equivocadas, crueles y mezquinas, o simplemente tan confundidas, que mi amor por mis padres no ha hecho sino aumentar. Ellos eran transparentes, querían vivir con sentido y dignidad, darle a su hijo amor y un buen hogar en el que crecer, y lo habrían conseguido si hubiéramos tenido más suerte. Por supuesto, ellos no contaban con perder la vida antes de cumplir cuarenta y seis años. En el momento del accidente, yo tenía diecisiete años. Recuerdo haber asumido el testamento en forma de inventario, aspirando así al menos a conservar mi casa, aunque fuera tutelado por algún familiar, y quizá a vender la zapatería para conseguir algo de dinero para ir tirando algún tiempo. El hermano de mi padre, mi tío Rodrigo, me acompañó al notario el día en que firmé ser el heredero de mis padres. Me dijo que en su casa había un hueco para mí, a pesar de que tenía dos hijas gemelas, Elisa y Rosana, un agotador trabajo de pescadero y que su mujer, Fátima, se dedicaba al hogar y a cuidar a las niñas. Yo no pude más que darle las gracias en ese momento; mi intención era vivir solo en casa, como conseguí durante algún tiempo. Le había tratado poco; intuía que en su juventud a mi padre y a él les había separado algo, un asunto de faldas o quizá de dinero. Aparentemente, a mis padres les iba mucho mejor que a ellos. Mis primas, además, eran problemáticas y malas estudiantes. Gemelas quinceañeras, salían a muerte cada fin de semana y daban muchos disgustos a sus padres. Ya hablaré de ellas. Supongo que mi tío Rodrigo era igual de ignorante que yo en todo lo concerniente a los asuntos de mis padres, y desde luego en los más básicos aspectos de la ley. Con sus estrecheces económicas, su mujer trabajando en casa, y sus hijas gastando dinero y sin trabajar, supongo que pensaba que la perspectiva de tener un sobrino con algo de herencia y quizá un posible negocio que vender o traspasar le podía aliviar en algo su carga. Pero no tardaron en llegar las malas noticias. Lo que Rodrigo no sabía, y yo tampoco me imaginaba, es que mis padres habían hipotecado la casa y la tienda con el fin de superar la grave crisis que el negocio atravesaba en los últimos años. Arrinconados por las grandes superficies, rivalizando con los precios ridículos de las tiendas de los chinos, llevaban mucho tiempo perdiendo dinero mes a mes, sin otra esperanza que la de conseguir algo de liquidez para no tener que cerrar la tienda y esperar que su suerte cambiara. ¡Y vaya si cambió!, pero no de la forma que ellos esperaban. Así que cuando me convertí en su heredero, me convertí a su vez en el dueño de sus deudas. Meses después, la zapatería fue embargada y me anunciaron el desahucio de la casa, en la que yo seguía viviendo solo y apañándome como podía, aunque como ya te he dicho, estaba cómodo en la soledad. Lo único que me dolía era que se debiera a que mis padres estaban muertos, porque de no ser así, creo que esos meses hubieran sido una época bastante agradable de mi vida. Hablé con mi tío, y él intentó a su vez conseguir un crédito para que no se ejecutara el lanzamiento, pero las deudas que él ya arrastraba lo hicieron imposible. De repente me vi abriendo un correo certificado en el que se me notificaba que me iban a echar de mi casa. Vendí todas las cosas de valor que pude, me puse en contacto con otros familiares, acudí al ayuntamiento... pero en mi familia, a la que apenas conocía (desdeñosamente nunca había querido jugar con mis primos, ya que yo era poco menos que un superdotado y me aburría en su compañía), todos tenían problemas parecidos. Nadie tenía dinero para salvar mi casa, o quizá sí lo tenían pero no querían desprenderse de él por un chaval al que apenas conocían y que no les había dispensado más que desdén y caras largas. Además, mi tío Rodrigo les había tranquilizado, diciéndoles que en su casa había un lugar para mí. Por fin llegó la fecha de la ejecución del desahucio. Varios vecinos quisieron acompañarme ese día. Hubo gritos, carreras y lamentos, curiosamente de gente a la que yo apenas conocía. A lo sumo, me los había cruzado en la escalera del edificio o les había visto comprar en la tienda de mis padres. Ellos exteriorizaron la enorme pena que yo debía sentir, pero estaba bloqueado, ni siquiera reaccioné ante la situación. Sabía que los policías harían su trabajo, con o sin tragedia, y no quería perder mi tiempo o salir peor parado aún de la experiencia. Era mejor asumir que mi casa ya no era mi casa, y que no tenía casa alguna. Me dolió muchísimo, eso sí, la idea de abandonar mis libros, pero mi tío ya me había dicho que en su casa no cabían. Quise llevarme aunque fuera uno, pero me sentí incapaz de elegir. Así que les pedí a los vecinos que me ayudaran a llevarlos a la biblioteca del pueblo. Se quedaron asombrados de que dejara entrar a los agentes en mi casa sin ningún alarde de dramatismo, con los ojos secos y las manos en los bolsillos, y que sin embargo me preocupara por unos cuantos libros manoseados. Después de asegurar el traslado de mis modestos fondos a la biblioteca del pueblo, cogí una bolsa de deporte, donde guardé algo de ropa, un neceser y una foto de mis padres. Con ese equipaje llegué a casa de mi tío Rodrigo, dispuesto a seguir con mi vida.
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ANOCHECE EN LOS PARQUES - ANGELA ARMERO
Teen FictionLa vida de Laura no es fácil. Cuando su hermano murió súbitamente dos años atrás, su mundo se hizo añicos. Entonces empezaron las visitas al psicólogo, las píldoras, la sobre protección de sus padres y, lo peor de todo, el bullying en la escuela. Si...