18. Nochebuena

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Recogí mi desayuno en el comedor de San Jorge, el más cercano a la casa de doña Margarita. Era un lugar al que no solía ir y pensé que allí encontraría justamente lo que quería: un poco de privacidad para rumiar mi desgracia en silencio. Hice acopio de todas las magdalenas que pude; tendría que volver a mis viejos hábitos. A mi alrededor, los indigentes estaban polarizados entre vez hube acallado mi enfado y el ruido que me hacían las tripas, me acerqué al centro social donde ella trabajaba. El lugar estaba engalanado con motivos navideños y había espumillones por doquier, un par de árboles de plástico coronados por lucecitas, y un hilo musical que hacía sonar villancicos en bucle. Llegué al mostrador y pregunté por ella. —Está de vacaciones. —¿Cuándo vuelve? —El 8 de enero. Tuve que hacer un esfuerzo por dominar mis nervios. Le expliqué al funcionario del mostrador que mi situación era muy difícil y que necesitaba hablar con alguien. Me pidió unos minutos para averiguar quién podría atenderme. Al poco, volví a verme en una sala de espera. Todos los que estábamos allí parecíamos inmunes a la alegría navideña. Desde la sala podía ver los pasillos del albergue y eso me recordó la desolación de las noches que había pasado en algunos lugares como aquel. El funcionario me pidió que le siguiera y entré en un despacho. Había allí un hombre; de reojo pude ver que estaba mirando regalos en la web de un centro comercial. Le puse al día con rapidez. Le dije que había perdido mi empadronamiento y que no tenía nada, que me habían robado, que no tenía adónde ir; que normalmente Noemí era la que tramitaba todos mis papeles pero que, como él sin duda sabría, estaba de vacaciones. Sin apenas despegar la vista de la pantalla me dijo que sin el empadronamiento no podría cobrar la prestación de enero; y que como solución transitoria se me podría empadronar en el propio albergue para que recibiera el RMI (dijo que así se hacía en el caso de muchos «transeúntes», al parecer, un nombre eufemístico para la gente sin hogar) y tuviera una presencia administrativa para gestionar todas mis necesidades, recursos y prestaciones, pero que eso requería un trámite, ya que había que pedir varios permisos e informes, y además en esas fechas todo era muy lento. Me dio otra opción; si lo prefería, podía aguardar al regreso de Noemí. Dije que la esperaría y me levanté, hundido. Aunque la perspectiva de ingresar en un albergue era desoladora, me alivió pensar que pasado un tiempo podría volver a tener algo de dinero y seguir contando con el apoyo de la asistente social. Antes de salir, el funcionario me dijo que esa noche si lo deseaba podía dormir en el albergue; agradecido, le pedí que apuntara mi nombre para reservarme una plaza y él me dijo que no había problema, pero que llegara antes de medianoche, momento en el que se cerraban las puertas. Aún tenía todo el día por delante antes de acudir a tu casa a cenar. Me duché en la Casa de Baños de Embajadores. Tenía suficientes magdalenas para comer, así que no tenía que recorrerme la ciudad para sentarme a la mesa con otros «transeúntes» como yo. En las calles, el día era gélido y ajetreado, luminoso como solo saben serlo los días de invierno en Madrid. Después fui a una tienda gourmet, situada en el interior de un centro comercial, y compré lo más barato que allí había con el último billete de veinte euros que tenía: un frasco de mermelada de naranjas amargas. Lo envolvieron primorosamente y lo guardé en mi bolsa. Una vez comprado el detalle para tus padres, no sabía qué hacer. Decidí quedarme dando vueltas por el centro comercial, con la esperanza de que la alegría circundante se me contagiara; no quería ser un aguafiestas en tu cena familiar. Pensé que debía practicar la apariencia de persona normal, así que me detuve en varias plantas, me interesé por varios artículos y, aunque al final mi conversación siempre acababa de la misma forma («Lo voy a pensar, gracias»), pasé un buen rato calibrando los regalos que me habría gustado hacerte si mi situación hubiese sido otra. Exhausto de tantas «compras», me dirigí a la última planta, donde había una cafetería desde seguía siendo hostil, como cuando fui a recogerte al instituto. Estaba claro que yo no le gustaba. Obvié su escrutinio y me dispuse a interpretar el papel al que llevaba todo el día dándole vueltas. El joven feliz, despreocupado; enterado de la actualidad. Por supuesto, hice muchísimas preguntas a tus padres, a la gente le encanta hablar de sí misma. Sabía que tenía que vencer sus prejuicios y su legítimo enfado por nuestra noche fuera y me esforcé al máximo. De hecho, Javier y yo nos enzarzamos en un duelo que consistía en ver cuál de los dos resultaba más encantador. No sé quién ganó, y a estas alturas no me importa. Solo espero haberles causado buena impresión, a pesar de lo nervioso que estaba. Recuerdo que a mí también me disgustaba cenar con mis padres en Nochebuena; la velada se me hacía interminable, y la comida, odiosamente abundante. Por supuesto, ahora no lo veía igual. Tu madre hizo un cumplido sobre mi apetito, pensando quizá que me lo comía todo por educación. La cena estaba buenísima, pero lo cierto es que a esas alturas de mi vida me hubiera comido cualquier cosa. Para mantener los nervios a raya, seguí bebiendo en la cena todo lo que el decoro me permitía. A veces mi concentración se rompía y fantaseaba con la reacción de tus padres al enterarse de que yo no tenía nada, ni siquiera un lugar donde caerme muerto. Los imaginé levantándose de la mesa, gritando, incluso amenazando con llamar a la policía y echándome de tu casa a empujones. Pero logré dominarme, y luché contra esas ideas. No se enterarían, esa noche desde luego no; estaba resultando muy convincente, sus sonrisas me lo decían. En ese momento te fuiste a la cocina y al cabo de unos minutos tu madre nos dijo que no te encontrabas bien. Al principio pensé que había sido culpa mía; que me había volcado demasiado en gustar a tus padres, en mantenerme fiel al personaje que os había vendido a ti y a ellos, o que quizá se me había escapado algo que te había hecho descubrir mi secreto. Quise ir a hablar contigo, pero ella nos dijo que lo mejor sería dejarte descansar por esa noche. De golpe, me vi en la calle, como si la cena hubiera sido un sueño. El viento cortante y helado me abofeteó y me hizo volver a la realidad. Me encontraba de nuevo sobre el asfalto, sin un lugar al que ir, y las temperaturas no harían sino bajar hasta el amanecer. Debía llegar temprano al albergue para asegurar la plaza, así que me despedí rápidamente de Javier y me dirigí hacia allí. Me dije que, por lo menos, esa noche tendría un techo y un espacio para poder recordar tu cara mientras me quedaba dormido. Crucé las calles, vacías; como la cena había acabado de forma precipitada era temprano y no había un alma en el centro de la ciudad. Solo semáforos que cambiaban silenciosamente de color para unos transeúntes inexistentes. Me di el gusto de cruzar por el medio de las calles, como si fueran mi jardín. Dos fuerzas colisionaban en mi cabeza mientras caminaba vigorosamente para mantener el calor. Por un lado, la idea del desastre que se avecinaba y, por otro, la esperanza de que por ti sería capaz de volver a salir del abismo. En el combate de mi mente todavía no había un ganador claro, cuando llegué a la puerta del albergue. Toqué al timbre y, justo antes de entrar, noté que alguien me cogía del hombro. Cuando me volví, vi que se trataba de Javier, que me miraba con satisfacción y superioridad. —¿No tienes casa? —preguntó, algo asombrado. Le dije que no era asunto suyo. Él dijo que sabía que había algo raro en mí, y recitó con sorna todas las mentiras que yo te había soltado. Los padres diplomáticos, la academia de aviación, la educación en centros privados... Avergonzado, no supe qué responder. —Dile a Laura la verdad o se la diré yo. Después se marchó. Pocos segundos más tarde, cuando hubo desaparecido de mi campo visual, la puerta del albergue se abrió. Todo me habría ido mejor si hubiera entrado, pero no lo hice. Entré en un bar, aterrado ante la posibilidad de que Javier te estuviera relatando lo que había descubierto. Contártelo yo también me parecía horrible. de que pudieras seguir a mi lado, sabiendo que yo no era más que un vulgar ladrón y un mentiroso que no tenía donde caerse muerto. Por enésima vez durante los últimos días, volví a hundirme. Había atisbado la posibilidad de una vida nueva, de ser feliz, y ahora las puertas se cerraban en mi cara de nuevo. No podía soportarlo más. Desde que había llegado a Madrid las desgracias se habían sucedido una detrás de otra. Por supuesto, también me habían pasado cosas buenas, había conocido a gente dispuesta a ayudarme y, sobre todo, te había encontrado a ti. Pero ahora que Javier me había puesto entre la espada y la pared, tuve claro que había llegado el momento de huir. Borracho, sin un duro y enfadado por todo, fui a la casa de doña Margarita. Ya era de madrugada y las luces estaban apagadas. Cuando su querido hijo José me reclamó las llaves del chalet no cayó en la cuenta de que también tenía un juego de su casa. Entré con sigilo, y aunque me hubiera gustado entrar en su dormitorio y hacerle daño, me fui de puntillas a la biblioteca. Con los miles de libros como testigos mudos de mi osadía, me senté al escritorio que había sido de su difunto marido, abrí despacio y sin hacer ruido el cajón principal donde guardaba su colección de plumas y me guardé las que me parecieron más valiosas. Salí de la tranquilidad de la casa al frío del amanecer. Sabía que no disponía de mucho tiempo antes de que las echaran en falta; doña Margarita me había contado que era una colección valiosísima. Regresé al albergue y pasé el día 25 allí, sin soltar mi bolsa ni por un instante. Comí todo lo que pude; incluso borracho como estaba, sabía que el día 26 de diciembre iba a ser largo y difícil. 

ANOCHECE EN LOS PARQUES   - ANGELA ARMERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora