5 . Malá Strana

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Después de bajar de la colina de Petřín, Alexei se empeña en ir a tomar algo. Yo estoy cansada después de la caminata. Pero él insiste en coger el metro para darnos un paseo por Malá Strana antes de regresar al albergue. Da igual que el sol se haya ocultado ya; la calle Nerudova sigue llena de gente. El paseo acaba en la plaza Malostranské Náměstí, donde está la iglesia de San Nicolás, que domina con su cúpula verde todo el barrio. —Malá Strana significa «la ciudad pequeña» —cuenta Alexei, mientras caminamos por las majestuosas calles jalonadas de bares, de comercios y de silentes palacios barrocos. Me coge de la mano y caminamos entre el aire cortante de la noche y las mareas turísticas que van en contra de nuestros pasos. —Van al puente Carlos. —¿Y por qué no me lo enseñas? —Hay que ir a una hora especial. Confía en mí —dice. Llegamos a un bar con aire bohemio, Klub Újezd; tiene varias puertas abiertas a la calle, flanqueadas de vegetación. Es sábado y está lleno de gente. Siento algo de decepción al ver que se trata de un bar muy cutre. —Espera, no hay que fiarse de las apariencias. Le sigo y él me conduce a un sótano. El bar está lleno de esculturas extrañas, pintadas en las paredes con grandes rostros deformes que parecen mirar a tu interior. Los muros tienen formas redondeadas e irregulares; también hay un escenario y una cabina para un pinchadiscos, pero ambos están vacíos. —Intento venir a lugares que no estén llenos de turistas. Aquí viene mucha gente de la ciudad, artistas, músicos, muy a menudo hay conciertos de jazz... De repente, y tras el estallido de sinceridad que hemos vivido en la colina de Petřín, parece que ya nada merece ser dicho, o a lo mejor confundo este silencio con la vergüenza que siente por haberse confesado conmigo. Ahora me correspondería a mí decirle toda la verdad. Sobre mí. Sobre Javier. Sobre el futuro. Pero él se adelanta y me dice: —Esta mañana, después del tour , he leído el correo que me escribiste antes de venir. También había pensado en eso, pero no lo suficiente como para preparar una respuesta. —Es bastante duro —declara. —Lo siento. Me costó decidirme a venir. Supongo que entiendes por qué. Alexei apura su cerveza, y me mira parapetado tras el líquido de color ámbar. Le ha herido el correo, pero solo ahora se atreve a decírmelo. —Quizá no tenías que haber venido. Todo lo que decías sobre mí y sobre nosotros en tu carta, es cierto... Y además tienes a Javier, ¿no? Enrojezco. No sé qué decir. —¿Qué le has dicho? ¿Que te ibas a dar una vuelta por ahí? —pregunta, con un aire triste que me parte el corazón. No respondo. Noto que me voy enfadando por momentos. —¿Qué harás cuando vuelvas a Madrid? ¿Seguir con él como si tal cosa? Yo seré como una postal de Praga —dice, cada vez más sombrío. —No hables de Javier. No te dejo que hables de él —replico, y me sorprende el tono de mi voz al hacerlo. A él también. Enarca las cejas, teatral. —Si tanto te importa, ¿qué haces aquí? ¿A qué has venido? Voy a responder cuando un DJ entra en la sala y sin más comienza a pinchar una música electrónica que sofoca mi respuesta; la música es tan alta y tan agobiante que me levanto, no soporto más estar aquí metida, necesito salir. Alexei me sigue por las escaleras. —¡Espera, Laura! Le explico que odio esa música, que odio esos bares y que me deje en paz. De repente, se queda pálido, muy sorprendido. Me coge de la mano. —Es estúpido por mi parte pedirte explicaciones. Perdóname. Le miro, y está rendido, suplicante; pero yo me siento frágil, a punto de estallar. A pesar de mi optimismo anterior, ahora tengo la impresión de que ya no controlo nada, de que todo hacemos con tanta seriedad que parecemos sus padres. Entramos en la habitación. Agotados por el día, por la caminata, por la discusión, habituados al silencio de la última hora. Me gustaría permanecer callada, pero he de hablar, he de hacerle entender. Sé que no va a ser agradable, pero es hora de que él también me escuche. —Te dije que había muchas cosas de mí que no sabías. Creo que ha llegado el momento de que te lo cuente todo. Le hablo de la parte de mí que no conoce. En la carta le dije que tenía ansiedad, pero no le hablé del acoso de las chicas en el colegio, de las agresiones, de los ingresos en el hospital. Él me mira asombrado. Le revelo lo que silencié en la carta: que cuando desapareció, yo me encerré en casa y me sentí morir. Que después de Nochebuena la vida dejó de tener sentido y tuve que doblar mis sesiones con el terapeuta. Y que cuando llegó el momento de regresar a la vida normal, Pilar, la funcionaria de la biblioteca, me dio su carta, y al leerla, todos los progresos que había hecho saltaron por los aires. —Lo siento —se disculpa. —Ojalá no me la hubiera dado —le interrumpo, y descubro en su cara que yo también sé hacer daño. —Ya sé a qué has venido —dice, furioso—, has venido a despedirte de mí, y no lo has hecho porque me quieras, sino porque te doy pena. —Claro que te quiero, ¿por qué tienes que decir esas cosas tan horribles? —Pero no quieres estar conmigo. —¿Quieres para mí la vida que tú has tenido? ¿Sin padres, sin hogar, sin posibilidad de estudiar, sin saber dónde dormirás la noche siguiente? Alexei, más pálido que de costumbre, no sabe qué decir, me mira atónito y triste. Siento que he ido demasiado lejos, que le he hecho daño, aunque él también me lo haya hecho a mí. Parece que está a punto de balbucear una disculpa o de intentar excusarse. Pero no hace ninguna de esas cosas. Se pone el abrigo, y sin decir nada, se marcha. Cuando cierra la puerta, yo me meto en la cama. No puedo contener las lágrimas. Me enrosco en el edredón, intentando desaparecer y dormir; pero es inútil, mi corazón está frenético. No lo soporto más: cojo mi mochila y enciendo mi teléfono.

ANOCHECE EN LOS PARQUES   - ANGELA ARMERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora