12. Cicatrices

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 Los golpes en mi cara y en mi cuerpo, con los días, fueron virando del morado al verde y luego al marrón, y del marrón a mi piel pálida, veteada apenas por una sombra. El trazo de los cortes y de las brechas se fue afinando, a medida que el frío iba retrocediendo, poco a poco, y dejando paso a la primavera, que iba invadiendo con su paso silencioso la ciudad. Era en los parques donde sus huellas se hacían más evidentes. Las copas de los árboles se iban cargando de hojas y de frutos, el verde del césped se volvía casi tan intenso como la vista podía permitir, y las flores comenzaban a asomarse, discretas, ante el paso de los niños, los corredores y los perros. En el mes que había transcurrido Alexei y yo habíamos vivido muchas cosas juntos, pese a su empeño en estar solo en la calle. Seguía llamándome «trapo», y en ocasiones se volvía brusco y faltón, especialmente cuando bebía más de la cuenta, pero habíamos formado un dúo de supervivientes bastante afinado. No nos habíamos puesto de acuerdo, pero fue una realidad que se fue consolidando con el paso de los días. Él me enseñaba a sobrevivir en la calle y me presentaba al resto de la comunidad de los sintecho, para conseguir como mínimo que me respetaran, y yo, por mi parte, aprovechando mi agilidad y relativo buen aspecto me dedicaba a robar en supermercados para los dos; ocasionalmente, algunas noches me metía en bares llenos de gente y conseguía hacerme con bolsos o abrigos. Me quedaba con el dinero, vendía el móvil a un comercio de paquistaníes de la zona de Tirso de Molina, y los abrigos a una tienda de segunda mano, siempre y cuando no pudiéramos utilizarlos nosotros. No estoy orgulloso de haber robado pero nunca asusté a nadie, y mi única razón para hacerlo siempre fue la misma: el hambre. Supongo que no es agradable saber que te he mentido tanto, y que sentirás rechazo al conocer que quiero que sepas que todo cuanto me pasó, todo cuanto hice, fue porque no vi más remedio, más opción. También te diré que he peleado mucho, por no sucumbir, por no tirar la toalla, por no volverme loco. Y que si no fuera por ti, si no fuera porque te he conocido, antes o después habría aparecido muerto en cualquier plaza. Ni Alexei ni yo pedíamos limosna. Él estaba orgulloso de haber logrado sobrevivir diez años en las calles de su país, República Checa, y unos cuantos en las de Madrid sin extender la mano. Decía, además, que la ciudad le daba a uno los recursos que necesitaba para poder vivir sin humillarse. Por supuesto, estaba la prestación, el RMI, o simplemente remi, como lo llamaban sus colegas de la calle. Pero le parecía indigno pedirlo, además pensaba que al no ser ciudadano español, seguramente no se lo concederían. Él prefería otros recursos. Denominaba a las máquinas de bebidas y chocolatinas «su huerto», porque hacía una ronda revisándolas para recoger las monedas atascadas u olvidadas en el cajetín de devolución. Los dos solíamos retarnos a ver quién era capaz de volver con más dinero de un recorrido por nuestro huerto, en el que yo incluí las máquinas de tabaco de los bares. Él se quejaba de la desaparición de las cabinas telefónicas; decía que en 2010 podía sacar casi cinco euros solo con recorrer la Gran Vía. Al principio cada día que pasaba en la calle me parecía una vida distinta, pero con mi amigo llegué a habituarme a sus rutinas y las convertí en mías. Cuando las noches eran frías, dormíamos entre cartones, cambiando de plaza. En ocasiones la de Tirso de Molina, la del Conde del Valle de Súchil, la de las Comendadoras, los soportales de la plaza Mayor... Cuando eran excepcionalmente gélidas, buscábamos algún cajero, siempre y cuando fuéramos capaces de encontrar uno que no estuviera ya ocupado por una o dos personas, en cuyo caso dependíamos de la generosidad de estas. Si no lo encontrábamos, y hacía mucho aire o llovía, buscábamos la hospitalidad de Úrsula, y si no dábamos con ella o no estaba de humor, terminábamos en los albergues de la ciudad. A él no le gustaban. A pesar del café caliente y de la posibilidad de dormir una noche de un tirón sin pasar frío, eran lugares construidos sobre la tristeza de todos y cada uno de los que habíamos ido a parar allí. El peso de las historias flotaba sobre cada partida de cartas, sobre cada yogur, sobre cada Cola Cao que nos daban para cenar. De madrugada, no era infrecuente escuchar lamentos o quedos sollozos; tampoco lo eran las peleas a voces o incluso a puñetazos en los pasillos. No tardé en darle la razón a Alexei; lo mejor, a pesar del viento, del frío o del agua era descansar bajo el cielo y no enjaulados con un enjambre de tristezas que se te pegaban a la ropa como el rocío a las plantas al amanecer. Los alimentos que robaba los guardábamos en el «para todo» de Alexei. Con un cuchillo, un par de ladrillos, un mechero, dos latas y un bote de combustible, él era capaz de fabricar un infiernillo portátil. Serraba las latas, en cuyas mitades ponía la gasolina. A su vez las encajaba en los huecos de los ladrillos, y prendía fuego al líquido. Cuando el tamaño de la llama era aceptable, cocinábamos de todo: tortillas, pan tostado, beicon, salchichas... Entre la largura de mis manos y su habilidad para hacer fuego en prácticamente cualquier sitio (casi todo lo que pudiéramos necesitar estaba mágicamente en su carrito) casi nunca nos íbamos a dormir con el estómago vacío. Sin embargo, aparte de la caza, no le hacíamos ascos a la recolección. Alexei conocía como la palma de su mano el itinerario del hambre en la ciudad. Sabía qué parroquias daban desayuno a primera hora, e incluso las comparaba, diciendo dónde era mejor el café o dónde estaban menos secos los bollos. También, para días de necesidad o mal clima, frecuentábamos los comedores sociales, como el Ave María. En ocasiones, y si encontrábamos plaza en dos centros de esta naturaleza (para las que había que esperar largas colas), comíamos dos veces seguidas. Así yo podía dejar de robar en los supermercados, y no pasábamos hambre en los festivos y en los puentes. En esos días, desde luego, aprendí a comer en cualquier ocasión que pudiera y no dependiendo de mi gusto o mi apetencia. El reverso de esta situación era el ayuno forzoso y, según vinieran las circunstancias, también llegué a dominarlo. La única rutina invariable era la comida de los domingos en los jardines del arquitecto Ribera, donde unos filipinos anglicanos ofrecían comida al tiempo que repartían unas estampitas con plegarias que te obligaban Él prefería gastárselas en tabaco, aunque decía admirar que yo fuera tan limpio; opinaba que significaba que no había perdido la esperanza del todo. Yo no pensaba en esas cosas; de hecho, me sentía mucho mejor evitando esos dos asuntos, el futuro y el pasado. Al final, mi obsesión por la higiene era mucho más simple: no me gustaba que la gente me mirase con lástima o con asco, y me sentía mejor estando más o menos aseado. Me gustaba la idea de que, al verme pasar, se pudiera pensar que era un tío normal, un tío cualquiera; no era gran cosa pero a mí me ayudaba.

ANOCHECE EN LOS PARQUES   - ANGELA ARMERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora