Ya llevo dos semanas sin ver a Alexei. Quince días, medio mes. Cada día he ido a la biblioteca, he sentido el mismo nudo en el estómago al cruzar sus puertas de cristal y la misma aceleración, mezcla de pánico y alegría, al entrar en la sala pero ha sido en vano. Me pregunto si volveré a verle, si le habrá pasado algo, si estará de viaje o si estará en casa con la pierna escayolada. Me paso las horas muertas en la biblioteca, más que antes, atenta cada vez que entra alguien, a cada sombra que pasa entre las estanterías de préstamo, a cada bulto que veo subiendo o bajando las escaleras. Pero no hay ni rastro de él. Cada vez me cuesta más recordar su cara. A veces intento dibujarla, como un retrato robot, por los rasgos que objetivamente sé que tiene. El pelo rubio, los ojos azules, la nariz recta y los labios carnosos. Pero esos dibujos son tan horribles que la silla vacía que ocupó y en la que sigo sentándome a diario resulta mucho más evocadora que esos tristes rayajos en el cuaderno. Esta tarde llueve con una fuerza inusitada y no se oye nada salvo el ruido que hacen las gotas al romperse contra los ventanales, y me imagino haciéndome mayor en esta misma silla, las canas creciendo en mi pelo, las arrugas recorriendo mi piel, el papel del libro amarilleando entre mis dedos, mientras espero a que vuelva, como si en esta vida no tuviera otro propósito que ese. Admito que es una postura trágica muy literaria, impropia de mi edad y situación, pero es lo que tienen los libros. El abandono que siento, que bien pensado es bastante patético, adquiere la categoría de un melodrama en el que yo soy la protagonista. En la triste telenovela de mi vida, este es el capítulo en el que, aunque no pasa nada, siento lo mucho que me duele no verlo más, y eso, aunque sea horrible, me hace estar cerca de él. Además me apena no poder contarle esto a nadie. Quizá esta historia haya acabado antes de empezar. Por supuesto no creía que pudiera llegar a alguna parte, que alguien así se iba a fijar en mí, pero me hubiera gustado que la duda durase más. Inevitablemente, vuelvo a imaginarme con ochenta años, incapaz de coger un libro del estante inferior de las baldas de préstamo, cayendo muerta por el esfuerzo en los pasillos, con un nombre entre los labios moribundos: Alexei. Alexei. Alexei. Suenan los violines y llega el SAMUR, e intentan reanimarme a cámara lenta. Se oyen voces: «Es la vieja que venía todos los días», «Dicen que esperaba a alguien que nunca llegó» y cosas por el estilo. Sin darme cuenta, he escrito a lápiz su nombre en la mesa. Cojo la goma, dispuesta a ocultar mi secreto a ojos indiscretos, pero no hay nadie, solo la lluvia y yo. Decido dejarlo, por si viene a una hora en la que yo no estoy. Así sabrá que hay alguien que le espera. Javier me ha insistido en que vaya con él a una fiesta que organizan los mayores del instituto. Entre ellos no soy tan impopular como entre los de mi clase, por la simple razón de que no saben que existo. Javier, que me conoce muy bien y se ha dado cuenta de que en los últimos días estoy más callada de lo habitual, dice que eso no puede ser. Me llama «pequeño búho» porque dice que parezco triste como una criatura de la noche.—Vamos, pequeño búho. Date un pirulo por el bosque conmigo —dice él, a la salida del instituto.
—No.
—Te lo pasarás bien.
—No conozco a nadie.
—Me conoces a mí.
—Seguro que estás todo el rato rodeado de tías que te quieren entrar.
Javier se ríe, no lo niega. Le pasa tan a menudo que negarlo sería mentir, y a él no le gusta mentir. Pero insiste tanto en que vaya a la fiesta que solo por dejar de oírle digo que sí. Y en parte porque cuanto más me aburro, más pienso en Alexei, y aunque sigue siendo lo único que merece la pena en el mundo, sé que no es bueno que le esté dando vueltas todo el día. La fiesta es en casa de Carmela, una chica guapísima y muy sociable de último año, que tiene casi mil amigos en Facebook y una melena rubia y cuidada; la clase de persona que siempre sale bien en las fotos, aunque no pose. Es tan simpática y encantadora que, cuando he llegado con Javier, me ha saludado como si supiera quién soy. El salón está lleno de gente bailando,algunos invitados juegan a la consola y otros, más tranquilitos, vacían sus cubatas sentados en un corrillo en el suelo; un par de parejas se están liando en un rincón. Lo malo de las fiestas es que si no bebes alcohol tienes que dar muchas explicaciones, y si ya no me gusta hablar, lo de dar explicaciones es algo que me asquea.—¿Una Coca-Cola nada más? ¿Sola?¿Seguro que no la quieres con nada? —pregunta Carmela. Es tan amable que casi me dan ganas de beber, y titubeo por un momento. Javier se da cuenta y viene en mi ayuda.—Está tomando antibióticos. No se lo hagas más difícil, anda. Carmela sonríe y me sirve el refresco. Noto las miradas de los chicos y chicas de último año, como si dijeran quién es esta pringada y qué hace aquí. Algunos ya me conocen de verme con Javier por el instituto, pero los de otros grupos me miran como si me hubiera colado. Me alegra que no sepan nada de mí, porque así tampoco sabrán que me paso los recreos sola, que a veces me encierro en el baño para evitar que me peguen y que cuando entro en el aula juegan a tirarme tizas y borradores a la cabeza. No creo que fuera buen tema de conversación. Javier se pone a bailar con Carmela, siguiendo el ritmo del video juego, mientras todos les miran. Se coordinan como si fueran dos delfines que llevan toda la vida nadando juntos: son gráciles, guapos, seguros de sí mismos y tienen la risa fácil. Viéndoles casi cuesta creer que la vida no sea una cosa maravillosa... Sin que nadie repare en mí, salgo ala terraza. La casa de Carmela está en el barrio de Chamberí, con vistas a la calle Almagro, y desde el sexto piso contemplo una mezcla de edificios de oficinas, palacetes de los siglos XIX y XX (que ahora son bancos o embajadas) y casas, también bastante señoriales. Es de noche, pero gracias a las farolas veo el tráfico humano de la calle. Desde arriba, vislumbro los puntitos de las personas que se desplazan, algunas miran hacia donde estoy, atraídas por el ruido y la luz, no acierto a distinguir si con enfado o con curiosidad. La brisa es agradable, casi como si estuviera cerca el mar, y por primera vez desde que entré me siento a gusto. De repente, oigo como la puerta se abre detrás de mí.—Tú y tu manía de esconderte en las sombras. Es Javi, claro.—He aceptado venir. Encima no me pidas que socialice.—Socializa.—No. Javi se asoma a la barandilla y parece mirar lo mismo que yo.—¿Me vas a contar por qué estás tan mohína? Yo me encojo de hombros.—Más alto, que no te oigo. Me hace reír.—Ya sabes que nací triste.—Eso no es del todo cierto. Se te da muy bien reírte de ti misma.—A todos los demás se les da muy bien reírse de mí —le digo, y por un instante lo noto descolocado. Pero la verdad es que llevo unos días especialmente triste y quiere saber porqué.—Es por Alexei —digo, sin poder contenerme más. Me gusta oír su nombre por fin fuera de mi cabeza.—¿Qué? —pregunta él con extrañeza.—Que...—¿Quién es Alexei? ¿Alexei Romanov?Lo miro sorprendida.—Alexei Romanov sigue vivo y tú le has visto en el supermercado.—No, tonto.—¿Quién es Alexei, me lo vas a decir o qué?—Es un chico que conozco y que...—Que qué.—Que me gusta. Ya está, ya lo he dicho—confieso, y noto cómo me pongo colorada. Miro a Javi. Él me mira como si el tiempo se hubiera parado. Está muy serio. No dice nada. Después mira a la calle, a la gente que pasa.—Nunca te había gustado nadie.—Ya. Pero él... es diferente, ¿sabes?—¿De dónde sale tu príncipe? —pregunta, y noto un cierto desdén en sus palabras.—De la biblioteca.—¿Y os habéis liado? Me entra un ataque de risa.—¿Eso es que sí o que no?—Hemos hablado un poco y ya está. Pero hace quince días que no le veo y por eso estoy un poco de bajón.—¿Y solo porque te ha tirado unas fichas te has puesto así de tonta? Debe de ser la hostia, el pavo. vuelvo a reír.—¿Y por qué se llama Alexei? ¿Es ruso?—No lo sé. La verdad es que no sé gran cosa de él, salvo que le gusta leer, que se llama Alexei y que es muy guapo. Javi no dice nada y sigue mirando el paso de los coches por la calle con mirada ausente.—¿Vamos dentro?—Bueno. Pero nada más entrar, veo llegar a Lorena, con Leticia y Lola, la temible Triple L. Lorena me mira mal, como acostumbra, pero cuando ve a Javier a mi lado, su expresión se suaviza, y se acerca a saludarme, como si fuera su mejor amiga, y aprovecha para presentarse a Javier, que le sonríe, pensando que nos llevamos bien. Lorena me aprieta muy fuerte el brazo, supongo que para que no le diga a Javi que su pasatiempo favorito es tirarme objetos ala cabeza. Parece otra persona, toda sonrisas. Los dos hablan encantados de la fiesta, de la de gente que hay, de los exámenes y me doy cuenta de que sobro; Javier ni me mira, y mi sentido común me dice que estoy de más. Pero no me da la gana, no pienso facilitarle las cosas a esta arpía. Lorena me dedica miradas fugaces y urgentes, apremiándome a que les deje solos, pero yo me hago la sueca. Solo tengo un amigo y no pienso dejar que me lo robe. El móvil me pita. Será mi madre, preguntándome cuándo voy a volver a casa. Pero no. Es un mensaje de Lorena.
"Djanos slos o t vs a arrepentr "
Lo leo incrédula y un escalofrío me recorre la espalda. Por un instante estoy tentada de soltarlo todo, pero no me siento con fuerzas para encarar un momento de tanta tensión; y por supuesto tengo miedo de qué podría pasar el lunes si lo hiciera.—Me voy, Javi —le digo, y le doy . Y aunque se queja, me parece notar cierta alegría por quedarse a solas con ella. Eso del karma no se lo cree nadie.
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ANOCHECE EN LOS PARQUES - ANGELA ARMERO
Fiksi RemajaLa vida de Laura no es fácil. Cuando su hermano murió súbitamente dos años atrás, su mundo se hizo añicos. Entonces empezaron las visitas al psicólogo, las píldoras, la sobre protección de sus padres y, lo peor de todo, el bullying en la escuela. Si...