A veces, lo más difícil en esta vida es respirar. Pienso en eso siempre que se me acelera el corazón y creo que voy a morir. Inhalo, despacio, sintiendo cómo el aire entran mis pulmones y atraviesa el diafragma hasta llegar al estómago.
Cuanto más se adentra en mi cuerpo, mejor me siento, como si con la corriente los miedos se fueran desplazando mágicamente al lugar del que surgieron. Pero no siempre funciona, porque a veces el miedo continúa a pesar de mis esfuerzos.
Estoy encerrada en el baño del instituto, y Lorena está aporreando la puerta, gritando sin parar. —Sal ya, gorda. Sal, que te quiero contar un chiste —dice, y su voz suena amenazante. Yo no digo nada, me limito a dejar pasar el tiempo sin hacer ruido. Sé que antes o después ella y sus amigas se cansarán, tendrán que ir a alguna clase o a fumarse un pitillo al patio, o encontrarán a otra chica a la que atemorizar. Permanezco oculta, y me desprecio por ello, pero ya me he habituado a esconderme. Me viene a la mente aquel cuento en el que un explorador se subió a un árbol porque le perseguía un león. Lejos de marcharse, el león seguía vigilándole, esperando que bajara. Mientras, el explorador rezaba y rezaba para que el animal se alejara. Pero las horas pasaban y los dos estaban cada vez más hambrientos. Pasó un día y luego otro, y la moral del explorador estaba debilitada por la sed, la falta de sueño y el hambre, y en cambio el león permanecía tan fresco como al principio. Al tercer día, el explorador acabó desmayándose y cayendo del árbol, y el león, que también estaba al límite de sus fuerzas, se lo comió y no dejó ni el gorro. Oigo unas pisadas que se alejan. El baño, poco a poco, va recuperando su quietud habitual. Podrían haberlo hecho para que yo crea que se han ido. Quizá se hayan marchado de verdad. Me encaramo a la taza para asomarme por encima de la puerta del aseo; no hay nadie ya. Salgo del baño, intentando que mis pisadas sean leves, cuando veo una sombra que se proyecta al lado de la mía. Es Lorena, y ahora está con Leticia y Lola. Antes de que pueda reaccionar, me llevan en volandas de nuevo al baño, abren la puerta del inodoro y me empujan hacia la taza. "Con cuidado, no le dejemos marcas", oigo que dice la líder, y colocan, con la fuerza necesaria, mi cabeza contra la porcelana y tiran de la cadena. No puedo mover los brazos ni la cabeza porque me están sujetando por todos los lados. Mis rodillas están empapándose en el suelo, mientras respiro afanosamente para no tragar agua. Se ríen a carcajadas. Noto que me sueltan. El murmullo de la cadena cesa. Se van.
Por un fugaz instante, pienso que estaría mejor muerta. Me tomo media pastilla y espero diez minutos a que mi corazón recupere el ritmo. Me dirijo a mi última clase del día sin levantar la mirada del suelo, como si así pudiera conjurar la posibilidad de que me siguieran acechando. El curso acaba de empezar pero todo vuelve a ser como siempre. Sigo sin tener amigas ni amigos, solo a Javier; sigo teniendo ataques de pánico; sigo sintiendo una mezcla de desprecio y lástima por mí misma. Da igual que lleve dos años viendo al psiquiatra, hay ciertas cosas que me parece imposible que vayan a cambiar o a mejorar. «Esto no será así siempre", dice él, y yo me fuerzo a creerlo, pero no lo consigo. Tener miedo es como tener los ojos de color marrón, algo que te va a acompañar toda la vida. Una no se levanta una mañana y de repente es otra persona. A veces sueño con ello, pero no pasa mucho tiempo sin que mis limitaciones me recuerden quién soy. A veces actúo como si fuera una de esas chicas populares, que parecen haber nacido sin una sola preocupación en su bonita cabeza. Pero siempre pasa algo que me recuerda que estoy enferma, o que soy distinta, o ambas cosas a la vez. Odio el instituto, y eso que me gusta estudiar. Encuentro en los libros la única forma de tranquilidad que conozco, porque de alguna manera, cuando leo o estudio es como si dejara de existir y esa sensación me gusta. Otras veces también pienso en lo que seré el día de mañana... Creo que si me esfuerzo lo suficiente, algún día seré feliz, seré mucho más feliz que Lorena, que la Triple L (así llamo al conjunto formado por Lorena y sus acólitas, Leticia y Lola) y que todos esos rostros que se ríen de mí aunque no hayan iniciado la broma. Entro tarde en clase. Murmullos, risitas. Al principio me afectaban, ahora me resultan indiferentes. Gradualmente, todo lo que no es la voz de la profesora, y las palabras en el libro de texto, acaba por desaparecer. Suena el timbre. Me alegra que el día de hoy acabe. En la reja de salida me está esperando Javier. Él está en el último año, y es bastante atractivo, popular, inteligente y deportista, y nadie entiende por qué es mi amigo. Sé que Lorena y otras me miran con envidia, porque Javier siempre se preocupa por mí y me acompaña a todas partes.
Ha habido ocasiones en las que algunas chicas del instituto se han hecho amigas mías por estar cerca de él; pero en cuanto él se ha enrollado con ellas o las ha rechazado, se han alejado de mí. — ¿Qué tal el día? —Me pregunta, con una gran sonrisa. —La misma porquería de siempre —digo yo, devolviéndosela sin ganas. — ¿Estás un poco despeinada o me lo parece a mí?.
Claro, pienso yo, no siempre te peinas con los dedos bajo el secador de manos del baño después de haberte duchado en el retrete. —Te lo parece a ti.
Javier me acompaña a casa, y nadie se atreve a decirme nada o a mirarme mal si voy a su lado. A veces creo que sería imposible venir aquí cada día si no fuera por él, pero el año que viene ya será a la universidad. Javier siempre me dice unas tonterías tremendas, le encantan los chistes malos, los datos absurdos, como que un estornudo puede alcanzar una velocidad de 127 kilómetros por hora en la nariz, y cosas por el estilo. También le encánta la historia, especialmente la de Europa en el siglo XX, la política y las noticias, pero no le gustan los libros de ficción; no entiende que él tenga que leer algo que alguien se ha inventado, algo que no es de verdad. —Y si no es de verdad, no sirve para nada. Yo me río, porque sé que es imposible convencerle. No tengo a nadie con quien hablar de libros, pero eso no hace que me gusten menos. Javier era el mejor amigo de mi hermano Felipe, que murió hace dos años en medio de un partido de fútbol sala. Muerte súbita. Javier estaba con él. Le cogió la mano, le dijo que aguantara, como dos soldados en una heroica película bélica, pero mi hermano falleció enseguida. Después de aquello, instalaron un desfibrilador en el polideportivo municipal, pero no ha habido necesidad de usarlo; y cada vez que voy allí lo miro y lo toco, como si fuera un particular monumento a su memoria. Supongo que a Javier no le parezco la mejor compañía de todos los tiempos, sino que se siente obligado a cuidarme porque se lo debe a mi hermano. Le conozco desde siempre, y mis padres están acostumbradísimos haberle por casa. Le tratan muy bien, porque era el mejor amigo de Felipe, y porque se puede decir que es el único amigo que tengo. Mi madre, que es una romántica incurable, siempre me está preguntando por qué no nos hacemos novios. Pero pierde el tiempo. Javier nunca ha flirteado conmigo. Se ha limitado a cuidar de mí y a pasar tiempo a mi lado, pero nunca me ha dicho o ha hecho nada que me haga pensar que le guste. ¿Y cómo podría, si soy una solitaria, llevo estas pintas y no sé maquillarme? Hay muchas chicas que le van detrás, y él podría estar con cualquiera. Pero lo cierto es que no está con ninguna de ellas, y que prefiere pasar su tiempo conmigo. Cuando le veo, es un poco como si viera mi hermano. Sé que no lo es, pero al igual que Felipe cuando estaba vivo, Javier siempre consigue tranquilizarme. Mis padres viven muy preocupados por mí. Cada día, cuando regreso del instituto, me interrogan. Me preguntan si he tomado la medicación, qué tal las clases, si he tenido algún problema con alguien, si Javier me ha acompañado a la parada del autobús...Intento que no se preocupen, y a menudo les miento. He descubierto que los problemas no desaparecen por mucho que hables de ellos; es más, creo que crecen, como cuando haces un dibujo y sombreas los contornos. Además, ya hablo de todo con mi psiquiatra, porque no me queda más remedio. Así que les digo que sí, que he tomado la pastilla, que las clases han ido bien, que nadie se ha metido conmigo, que Javier me ha acompañado a la parada del autobús y que me encuentro muy bien, cada día mejor. En una ocasión en que volví del instituto con un par de morados en los brazos no me quedó más remedio que contarles lo de Lorena y sus amigas. Pero fue peor, porque me dijeron querían al colegio hablar con el director, para que las expulsaran, y yo no quiero eso. Solo quiero dejar atrás cada día, como una pena de cárcel, sin que nadie me moleste. No me gusta hablar de ello, no me gusta que se preocupen, no me gusta que mi padre se enfade ni que mí madre llore. Ya han sufrido demasiado. Les gusta que cenemos en familia, y comentan animadamente cómo les ha ido la jornada. Yo suelo cenar en silencio, mientras les escucho, e intento sonreír. Me doy cuenta de que es una puesta en escena. Lo hacen para que vea que tengo una familia, y me sienta arropada, cuando en realidad ellos dos también están cansados de trabajar, cansados el uno del otro, y por supuesto no pasa un día sin que echen de menos a Felipe, aunque nunca hablemos de él. Los tres convivimos con su fantasma, que habita en el silencio, en su habitación cerrada, en el último pensamiento antes de dormir. Seguramente piensan que estoy en un lugar en el que es difícil alcanzarme, pero mientras comemos cuentan historias aparentemente interesantes o comentan las noticias con un entusiasmo que percibo como algo totalmente artificial. La cena no me anima especialmente, pero su esfuerzo sí. Creo que tienden a responsabilizarse de que yo haya empeorado. Me gustaría decirles que no tienen la culpa de que yo sea tímida y miedosa. Lo cierto es que ya era así antes de lo que le pasó a Felipe. Su muerte no me ha ayudado, porque no hay día en que no le eche de menos, pero desde que tengo uso de razón he pensado que hay algo en mí que no está bien, como un juguete que sale defectuoso de fábrica.
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ANOCHECE EN LOS PARQUES - ANGELA ARMERO
Teen FictionLa vida de Laura no es fácil. Cuando su hermano murió súbitamente dos años atrás, su mundo se hizo añicos. Entonces empezaron las visitas al psicólogo, las píldoras, la sobre protección de sus padres y, lo peor de todo, el bullying en la escuela. Si...