Capítulo 11

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-... Sí es cierto, sentías la fuerza con la que mi sexo se animaba, con la que se despertaba al simple contacto, al simple roce de tu ser. Sabías lo que yo quería; y sabías muy bien lo que tú querías, lo que ambos deseábamos. Tus palabras eran un cáliz embriagador, aderezadas con ciertos silencios, con ese mirar tan tuyo, tan único. Adoptabas en esos segundos una sumisión que se llegaba a mis brazos, a mis caricias lascivas que buscaban la intimidad de tu cuerpo, la suavidad y pureza de tus pechos extraviados.

Te amaba. Lo sabía a ciencia cierta, más de lo que mi propio ser podría explicarse. Pero lo comprendí, en realidad, hasta el momento aquel en que te sentí perdida, hasta el momento en el que diste la vuelta y cerraste la puerta tras de ti, para que tus días terminaran entre lo trágico de una jugada macabra del destino.

Esa noche, me mirabas con una calma sin igual, y deseabas que todo aquello fuera cierto, que por fin se pudiera culminar, que no sólo se quedará en una pasión nocturna, rutinaria, tal como lo que habíamos venido haciendo con simples jugueteos de adolescentes; tal como hasta ahora me habías venido seduciendo. Que no fuera sólo una maniobra premeditada o por casualidad, que no fueran sólo esos simples instantes de deseo.

Pues bien, quiero que lo sepas, yo buscaba tenerte toda, hacerte mía; consumirte tal como las llamas consumen a su paso lo que tocan. Ya era hora. Tantos instantes, tanto verbo convertido a veces en poesía, tantas caricias llevándonos a un mismo punto. Tantas respiraciones entrecortadas en las que ambos nos fuimos envolviendo, tantos compases marcados por el segundero que yacía en tu muñeca derecha; el mismo que resbalara de tu mano y que, sin darte cuenta, dejaste perdido en mi departamento, ése que ahora yo guardo con mucho recelo como único objeto lleno de tu esencia. Tantos deseos mal entendidos. Y sólo tú... semidesnuda; con esos pechos tan vivos y tan dispuestos, pero envolviéndome con una mirada llena de ternura y suplicando que me detuviera, mientras yo intentaba desnudarte toda, para poder al fin hacerte mía...

-¿No dices nada?

-¿Por qué ahora me das la espalda?

-¡Fátima!.. ¡Fátimaaaaaa!

Las tres de la mañana. Se despertó bastante agitado, casi como todas las madrugadas en que ésta se aparecía en sus sueños. Su respiración se aceleraba por momentos, mientras su rostro dejaba ver una sudoración helada. Se sirvió un poco de agua de una pequeña jarra que tenía a su lado en el buró, se la bebió con cierta desesperación y se volvió a recostar al tiempo que la noche se aclaraba, junto con su realidad.

Mientras la calma regresaba a su ser y se daba cuenta de que, al igual que en otras ocasiones, había sido sólo otra pesadilla, se puso a pensar en la charla que tuvo con su, ahora, nuevo amigo.

-...mi nombre es José Juan Valverde.

José Juan Valverde. Lo repetía en su mente, ahí, recostado, sobre su cama cubierta de sábanas cafés de algodón Pima.

¿Sería que se confundió y en verdad es era otra persona? O tal vez ¿Este hombre misterioso se había cambiado de nombre para no decir en realidad quién era? ¿Sería, acaso, que él era el señor Enrique Galar, pero le había dado su nombre verdadero en vez de su nombre artístico, tal como él lo había hecho con Gabriela el día que le pidió que lo llamara Ricardo?

Se había quedado ahora con más dudas que respuestas a pesar de que dentro de la plática, había hecho preguntas claves para confirmarse, a sí mismo, que en efecto, este hombre era Don Enrique Galar.

Chay Hium (Platillo de un asesino)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora