Capítulo 16

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Ricardo había tenido una noche intranquila, se había quedado dormido casi hasta las cuatro de la mañana, tirado detrás del sillón, después de estar recordando lo que había vivido aquella tarde con Gabriela y bebiendo vino como un desesperado.

Se despertó aún adormilado pero con la necesidad de llamarle; temía que se pudiera repetir la misma historia de Fátima cuando se fue enojada de su departamento para nunca más volverla a ver. Sin embargo, no le iba a quedar de otra más que esperar, ya que las tres de la mañana no era una hora apropiada para hacer llamadas. Se fue a poner su pijama, ya que ni si quiera se había vestido desde que ella salió, y se recostó un rato a esperar la llegada del nuevo día.

Una vez en su cama, con los ojos cerrados y tratando de olvidarse por un momento de todo lo que había vivido esa tarde, alcanzó a escuchar unos gritos que venían de afuera de su departamento.

-¡Iker!- Gritaba una voz de mujer. -¡Iker, ven!- Bichito, bichito.

Eran unos gritos de angustia y desesperación.

-¡Ikeeeeeeeeeer!

Sí, ahí estaba. Era una bola enorme de pelo negro que, a pesar de estar bajo la obscuridad, se le alcanzaba a dibujar su silueta por el brillo de su pelaje; tenía unos bigotes como de doce centímetros de largo; y en sus ojos, que parecían estar siempre enrojecidos y cubiertos de una negrura reluciente, descansaba un halo de la luz que entraba por la ventana. Era un felino al que, de haber podido hablar, la elegancia le brotaría por las palabras y por la forma de expresarse. Un animal con dotes muy extrañas y de mirada penetrante. La mascota perfecta para una señora de las características de Marta, su madre.

Ahí estaba, sentado sobre el tocador de su cuarto, frente a él; justo como el día en que se metió sin permiso a su recámara, cuando apenas cubría la edad de doce años.

Su cola juguetona se paseaba de un lado a otro sobre sus libros y meneaba su cabeza de lado a lado como si algo extraño le llamara la atención en el suelo. Ricardo se le quedó mirando, atrayendo su atención; mientras que él, abriendo el hocico, le regaló un ligero maullido con un esbozo macabro, según la perspectiva que tenía el chico.

Se acercó con toda serenidad a Arakho, así le gustaba llamar a este gato que se había convertido en la compañía más querida por su madre; lo tomó entre sus brazos, y se sentó en su cama acariciándolo. Durante un lapso aproximado de cinco minutos se la pasó jugando con él, hasta que lo envolvió con la funda de una de sus almohadas y la amarró de un extremo, dejando sólo la cabeza fuera de la tela.

Una vez envuelto, sintiéndose atrapado, el animal intentó salir dando de arañazos y maullidos; el pequeño adolescente le colocó la almohada descubierta sobre el cuerpo y se dejó caer sobre él para que no pudiera escaparse; mientras tanto, con una cuerda, (con la que castigaba a sus muñecos cada que a él lo regañaban) le enredó la cabeza, y tiró rápido de cada uno de los extremos; la mascota, indefensa, dejó escapar un chillido escalofriante, un alarido de muerte, mientras que su lengua se extendía fuera de su hocico y sus ojos se opacaban, dejando escapar su brillo ennegrecido.

Terminado el acto, Ricardo se cercioró de que no quedara ningún aliento de vida en su presa. Lo desató y al levantarlo, se dio cuenta de que había una pequeña mancha de vómito y sangre sobre las sábanas de su cama, mismas que al no poder limpiar, usó después para deshacerse del gato. Se fue con el cadáver hacia su baño, lo colocó sobre el lavabo y con un abre cartas de bronce que su papá le había traído de Europa, lo empezó a acribillar, haciéndole varias incisiones. Con la primera hendidura, el utensilio se estremeció en su mano adolescente mientras la carne y la piel cubierta de pelo, se trozaban, dejando fluir un pequeño hilo de sangre que aún estaba tibia. A la segunda hendidura, ya con mayor maestría, le dejó ir más profundo la hoja de bronce; su mirada se perdió tras el recuerdo de su madre jugueteando y acariciando al animal el día que se lo regalaron, y en segundo plano, al revivir el momento en que consolaba su llanto después de enterarse que Esteban le había sido infiel; recordó que quiso acercarse a su madre y ésta lo había corrido exigiéndole que la dejara sola, que no quería ver a nadie; claro, a nadie que no fuera su apreciada mascota. La tercera herida, la hizo con mayor fuerza todavía, con la sensación de lo que le había provocado el recuerdo de dichos eventos. Así, llegó la cuarta y luego la quinta y todavía una sexta más; estas tres últimas ya con mayor fluidez y con una carga mayor de odio. ¡Muereeee! Gritó al final, hundiendo una séptima vez el abrecartas en ese cuerpo ya marchito.

Chay Hium (Platillo de un asesino)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora