Capítulo 10

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-Muy buenos días. Disculpe, ¿me puedo sentar?

El Chef le había tenido que cambiar la cita de ese día a Gabriela, porque Manuel lo había llamado muy temprano para informarle, (tal como él mismo se lo había pedido) que ese señor extraño que acostumbraba ir al Restaurante, acababa de llegar para desayunar; de modo que tenía que ir de inmediato, para cerciorarse, de que podían haber descubierto al director de cine, Enrique Galar.

-¿Disculpe?

Debido a las prisas, se puso lo primero que tuvo a la mano, se pasó un cepillo por la cabeza, lo más rápido que pudo y se fue sin rasurar; de tal forma que no daba un aspecto muy acorde al lugar y mucho menos se podría pensar, que pudiera pasar por el dueño del mismo.

-Verá: entiendo que mi atrevimiento lo sorprenda y que tal vez mi imagen no diga mucho de mí, pero quisiera sentarme para platicar un poco con usted y que me de sus impresiones acerca de lo que se le ofrece en este lugar y del trato con el que lo reciben mis empleados.

Le estiró la mano en forma de saludo y se presentó.

-Me llamó Ricardo, soy el dueño de este lugar y quiero que sepa que es un gusto tener a una persona como usted en nuestra casa.

El semblante del cliente se volvió más amable y ya con un mayor conocimiento de quién era su solicitante, le dio la mano y lo dejó que se sentará a su mesa.

-No sé quién se cree usted que soy, debido a su recibimiento, pero se agradece.

El Chef tenía la seguridad de que ese hombre con quién hablaba: un hombre joven cercano a los treinta y dos años, vestido con una gabardina negra, delgado y casi de su misma estatura, era el tan aclamado director de cine Don Enrique Galar. No podía existir la menor duda, todas las señas eran exactas, al menos, según lo que Gabriela le había hecho saber de este personaje.

-Bien, sé que usted está aquí de incógnito y eso quisiera respetarlo. Pero como le dije en un principio, sólo quiero saber cuál es la impresión que tiene acerca de este lugar: el menú, nuestro servició, la decoración; siéntase con la libertad de decirnos lo que guste. Al final, esto nos puede ayudar para mejorar, y así brindarles un mejor servicio a nuestros clientes.

-¿De incógnito, dice usted?

En realidad El Chef era una persona muy observadora. Quería analizar, indagar -tatuarse de ser posible- toda la personalidad de este director de cine; calcarse los ademanes, la mirada, todo lo que pudiera servirle para poder copiarlo y así no dejar ninguna duda a Gabriela, de que él, era Don Enrique Galar.

Rosi, la única mesera que podía servir en esa mesa cuando este extraño visitaba el lugar, se acercó para llevarle al chef un simple vaso con agua.

-Con permiso.

Se dio un espacio de silencio, mientras ella dejaba el vaso en la mesa.

-He de decirle a usted, Ricardo, que la calidad de los alimentos es muy buena, sin embargo, esta joven tiene una sonrisa que le da el toque perfecto a todos los platillos que pudieran servir. ¿Me entiende usted?

Fue la primera apreciación que el comensal le dio al Chef, mientras su mirada se quedaba perdida en lo delicado del cuerpo de Rosi que se alejaba de ellos hasta esfumarse detrás de la barra de las bebidas.

-Digna señorita, merecedora tal vez de una oportunidad dentro del mundo del cine, no lo cree usted.

-¿Cómo dice?

-Sin embargo, todavía es muy joven, apenas está por cumplir la mayoría de edad. E introducirla en ese mundo podría corromperla. Y peor aún, este lugar se quedaría sin sus servicios y personas como usted tendrían que conformarse con venir, tan solo, a degustar el sabor de nuestros platillos. O tal vez, ya ni siquiera vendrían.

Se escudriñaron uno al otro después de estas palabras, soltando al mismo tiempo, una leve sonrisa.

-Lo más curioso de todo esto, mi buen amigo y anfitrión, es que no sólo es capaz de producir ese efecto en hombres como usted y como yo.

-¿A qué se refiere?

-No se ha percatado que a su mano derecha, en la tercera mesa hacia el fondo; hay una mujer que no deja de mirar, o mejor dicho, de admirar a su bella empleada.

El Chef la observó por unos segundos, era una mujer que vestía de manera sencilla, cercana a los treinta y siete o treinta y ocho años. De buen porte. Sus movimientos eran finos y estilizados; y en su rostro se dibujaba una mirada recia. La imagen de esta mujer y el cómo observaba a Rosi, le habían llamado la atención.

-¿Usted cree?

-Apostaría mi vida...

Los dos voltearon discretos y acordaron que era verdad; Rosi también podía resultarle atractiva a las mujeres, por el simple hecho de su singular alegría, y eso, sin contar sus demás atributos. Dejaron de lado el tema y cambiaron la plática sin darle mayor importancia. Sólo habría que subrayar, que además de ser bonita y de tener cierto carisma, Rosi era una buena empleada a la que Ricardo le daba trabajo siendo todavía una menor de edad, con la única finalidad de poder ayudarla para pagar sus estudios. Y aunque era una joven muy atractiva, (por la que, incluso, muchos comensales asistían al restaurante para ser atendidos por ella) para El Chef sólo era una buena empleada que realizaba bien su trabajo con todo y sus detalles. Podía decirse que había tenido la fortuna de que su belleza fuera distinta a la de Fátima y quizás, por eso aún seguía viva.

Después de casi dos horas de conversación, parecía como si hubieran sido amigos de toda la vida: risas, ademanes, gestos de contento al por mayor. Tal era la efusividad y el gusto que compartieron en la plática, que incluso El Chef pidió un desayuno para poder seguir el buen momento con su nuevo amigo, a quien estaba descubriendo como un apasionado del arte cinematográfico.

-Gracias por el buen momento que me ha hecho pasar esta mañana, Ricardo.

-Gracias a usted por dejarme compartir parte de su tiempo.

-Por cierto mi nombre es...

Y al final se despidieron en un efusivo abrazo.

Chay Hium (Platillo de un asesino)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora