IX. ...Y si no lo hubiera encontrado

29 3 0
                                    

Había llegado.

Estaba ahí... pero el único problema es que no sabía en dónde estaba.

No había campos, cabañas, caballos, vestidos largos en las mujeres ni sombreros de copa en los hombres. Pero tampoco había precisamente nada, al contrario, había demasiado. Había unos artefactos extraños parecidos a las carrozas, pero sin los caballos y ¡aún así se movían!

En aquel lugar había algo como palacios, pero altísimos y en todo momento entraba y salía gente de ellos; todos usaban ropas raras: las mujeres iban con faldas muy cortas o con pantalones; las paredes estaban pintadas con letras fuera de lo común que formaban palabras sin sentido; el aire era difícil de respirar; el piso era firme, negro tenía una textura áspera. Todo era sumamente raro... y me gustaba. De algún modo era como si siempre hubiera pertenecido allí.

Me parecía tan extraño como aterrador.

Había tanto qué ver, tantos sonidos y aunque me sentía asfixiada, era una sensación magnífica.

— ¿Éste es el lugar donde vives, amor? —Dije en voz alta—. Con razón te fuiste.

Inmediatamente mi sonrisa se borró de mi rostro.

Demian se había ido a su lugar.

Se había ido porque, al final, él no tenía razón para quedarse. Yo lo había dejado cuando él me amaba.

Me sentí fatal y quise llorar, pero ya no. Estaba ahí por él y no volvería a fallarle.

Si lo veía bien, evidentemente era otro tiempo, pero ¿cómo?

Eso era imposible... aunque al parecer no. Pensándolo dos veces, él debía tener una vida muy interesante y distinta a la de los demás.

Igual y no me necesitaba. Tal vez pudo ser un error desear ir a su ciudad. Había sido tonta.

¡Él tenía razón! Pudimos haber escapado, pudimos ser felices y tener hijos en mi tiempo. Pudimos, y yo, al igual que todas mis oportunidades de ser feliz, lo había arruinado.

Demian siempre me recibía con una sonrisa.

Demian me quería y yo a él.

No me daría por vencida jamás. ¡Lo buscaría y lo encontraría!

Los primeros días pasé un hambre terrible. No tenía dinero y los pocos trabajos que lograba conseguir los perdía en menos de una semana por mi falta de conocimiento en las nuevas tecnologías.

Terminé enferma y desmayada en la calle. Al despertar, estaba en un cuarto parecido al que tenía en mi antigua casa.

Una mujer mayor entró y sonrió al verme despierta.

—Qué bueno que has despertado, me preocupaba que tuviéramos que ingresarte a un hospital.

— ¿Dónde estoy? ¿Qué es aquí? —pregunté desconcertada.

—Es mi casa, mía y de mi esposo. Te encontramos en la acera antier por la tarde. Mi hijo me ayudó a traerte. Espero que no te moleste el encontrarte aquí.

—No, para nada. Se lo agradezco mucho. Imagino que ya le he causado muchas molestias, me retiraré en seguida.

—No tienes por qué irte. ¿Tienes un lugar a dónde ir?

—No precisamente.

—Pues quédate de ser así. Aquí nos hace mucha falta compañía.

— ¿De... de verdad?

—Sí, ¿por qué no?

—Eso sería realmente amable de su parte —sonreí.

—Pequeña —apretó sin fuerza mi cachete—. ¿Cómo te llamas?

—Mária. Mária Black.

El señor Antonio Vázquez y la señora Rita García fueron muy amables conmigo.

Al contarles quién era e inventarles que venía de Inglaterra porque mi padre me golpeaba y quería meterme en un matrimonio injusto (lo cual no era del todo mentira), conmoví su corazón y me dieron un lugar en su casa. Un lugar espléndido.

En comparación con las casas que vi antes en anuncios esta era acogedora, pese a ser enorme.

Las paredes tenían papel tapiz azul con rosas, los muebles eran de madera de la buena, las habitaciones tenían techos altos y estaban alfombradas. Lo que seguro para muchos era viejo y tosco, a mí me encantaba y resultaba sublime.

Me inscribieron en un colegio enorme que debía ser pagado mensualmente. Insistí en que no hacía falta, pero ellos me tomaron como la hija que nunca tuvieron. Tenían un hijo de 26 años que ya se había casado y vivía muy al sur del país. Claro, los visitaba eventualmente, pero rara vez, así que yo era todo su consuelo, por así decirlo.

Con el tiempo me agarraron cariño. Les gustaba verme danzar de aquí para allá, oírme tocar el enorme piano que tenían y el violín que me habían comprado, porque el dinero les sobraba.

"Tan llena de vida", decían.

Por las mañanas asistía a la escuela, en donde todos me preguntaban por qué hablaba "tan extraño" el español, a lo que yo contestaba simplemente que porque era inglesa. Claro, yo sabía hablar español, pero nadie nunca me dijo que mi acento no era adecuado. Afortunadamente, logré modificarlo con el paso del tiempo.

Hice varios buenos amigos y recibía continuas propuestas que rechazaba sobre "ser novios". En esos tiempos ya no se casaban a mi edad, y a veces ni siquiera necesitaban ser novios, gustarse o pretender algo serio para darse un beso. Y en público. Todo había cambiado en esa época, incluso las relaciones afectivas.

Por las tardes iba a clases de tennis porque mi, básicamente, hermano mayor, sugirió que era buena idea mantenerme entretenida.

Pasó mucho tiempo, no sólo meses o semanas, sino años. Cada día sin excepción pensaba en Demian. Estaba en su tiempo, en su ciudad, pero no lo vi ni una sola vez.

Era cierto que no tenía mucho tiempo libre, pero el poco del que disponía lo usaba para ir a buscarlo y aún así parecía que él y yo no estábamos destinados a encontrarnos otra vez.

Iba recorriendo calles distintas todos los días, creyendo fielmente que lo vería, nos besaríamos y a partir de ese momento seríamos felices para siempre.

Irremediablemente, al crecer conocí a alguien más y aunque nunca lo amé como a Demian, logré ser feliz a su lado y construir el resto de mi vida con él.

Sin duda alguna, de haberme encontrado a Demian lo hubiera amado y nunca lo hubiera dejado.

Pero eso nunca pasó.

ViajantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora