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-Ama ¿Qué haremos con Antaroth? –habló el demonio de la cornamenta, que se presentó ante mí con el nombre de Hirigoyen, el consejero ducal que se encargaría de brindarme ayuda en el momento de tomar decisiones.

Solté una exhalación.

-Enciérralo, asegúrate de que sea un lugar del cuál no logre escapar, mantenlo lejos de mí.

Hirigoyen asintió y se dirigió a los custodios, quiénes tras oír su orden, aumentaron la firmeza de su agarre en Antaroth.

-Acabaré contigo, maldita bastarda -gruñó el humillado esposo de mi madre conforme luchaba por zafarse de las manos de los custodios.

- ¿Me sujetarías esto por un momento? –con toda la delicadeza posible que en toda mi femenina vida había ocultado, coloqué la diadema en manos del consejero, para luego dirigirme hacia Antaroth.

-Te estaré esperando, hijo de puta –estrellé mi puño contra su mandíbula, tras un quejido sus rodillas se debilitaron y quedo rendido, a merced de los custodios.

-Donatella, yo... –Gabriel me detuvo, posando una mano sobre mi hombro, la observé con desprecio y me la quité de encima de una sacudida.

-Ve con mi madre, háblale de lo ocurrido, luego veré qué hago contigo.

Lo vi por el rabillo del ojo, vacilante, hasta que luego se convenció de que lo mejor sería alejarse y desapareció sin rechistar.

- ¿Podrías decirme en donde nos encontramos, Hirigoyen? –me froté las sienes antes de volver a calzarme la diadema, mi aspecto desaliñado me dejaba un mal sabor de boca al tener que portarla de esa manera.

-Nos encontramos en las mazmorras del palacio ducal, alteza –respondió- ¿Se le ofrece algo más?

-Nada más, necesito estar sola un instante.

Hirigoyen asintió y al igual que los custodios, se esfumó, llevándose consigo al esposo de mi madre.

Solté un largo suspiro, mientras cerraba los ojos y me dejaba caer en la gran cama de mi habitación, recosté la cabeza en la pared y permanecí quieta, sin siquiera respirar, por algunos segundos. Había mucho que asimilar.

Me pasé una mano por el rostro antes de tomar la diadema y examinar cada arista que la componía y el gran significado que representaba aquel símbolo de nobleza.

Duquesa del infierno, primera jerarquía, no tenía idea de las responsabilidades que aquel rango conllevaba, lo había aceptado de forma precipitada debido a que era mi única escapatoria, ya no había marcha atrás, ahora no quedaba más que afrontar lo que se interpondría en mi camino.

Luego de disfrutar por un rato más de la calma que antecede al huracán, me puse de pie, abrí el armario, tomé el primer vestido que mis manos alcanzaron y reemplacé mis prendas por el mismo. Era bastante ceñido en la parte de la cintura, pero holgado desde las caderas, por lo que me pareció cómodo a pesar de que quedara a un palmo por encima de mis rodillas. El espejo me devolvió una mirada insegura, no tenía idea de la forma en la que mi madre tomaría todo esto, pero estaba decidida a averiguarlo. Arreglé mi cabello, haciéndolo algo más apto para portar la diadema y finalmente la coloqué en mi coronilla.

Levanté la barbilla y tomé una profunda respiración antes de salir, calzada en unos altos zapatos de tacón, a hacer frente al destino.

Mis pasos resonaron en el pasillo principal de la segunda planta, habían pasado varios... no sabía en realidad cómo se manejaba el tiempo aquí en el infierno, pero hacía tiempo que no ponía un pie fuera de mi recámara. El silencio fue mi acompañante durante el trayecto a las impolutas escaleras, las descendí, escalón por escalón, bajo el extraño clima de tranquilidad reinando en la mansión. Eso antes de que un jarrón se hiciera añicos contra la pared, justo a centímetros de mi cabeza, en el mismo momento en el que coloqué un pie en el salón.

No tientes a la bestiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora